viernes, 14 de diciembre de 2012

El vecino de al lado. (Próximamente a la venta)

    Queridos amigos/buscadores....

    Os queremos anunciar que en muy poco tiempo saldrá a la venta el primer trabajo publicado del mismo autor que realiza este blog.

    Ya os informaremos la manera de obtenerlo, ya que al ser una autoedición, posiblemente no se encuentre disponible en el cien por cien de las librerías.

    Os dejamos la sinopsis. También animaros a que hagáis todo tipo de comentarios para dar vida a este espacio para la indagación. También dar un fuerte saludo a todo México, ya que es junto con América del Sur, los que mayor indice de visitas realizan.


SINOPSIS:

Sergio, de cuarenta años y recién separado, decide mudarse a
vivir a un nuevo piso para así cambiar de aires y disfrutar de
una nueva vida.

En esta nueva etapa sale a relucir todas sus ansiedades, y descubre
despavorido que algo en él no funciona bien, y que aun
cubiertas todas sus necesidades del exterior, la insatisfacción
le embarga por momentos.

Las circunstancias le acercarán a Vicente, su vecino de al lado.
Vicente, siendo éste un hombre inusual, viudo y dueño de un
gato siamés, guarda en sí mismo una sabiduría extraída en todo
momento de su propia experiencia.

Sergio descubrirá en la persona que vive a pocos metros de él,
la enseñanza de que no sólo es el exterior lo que debe organizar,
sino su mundo interior el que ordenar.

A través de la disciplina del autoconocimiento y conversaciones
con su vecino que sacuden su propia mente, Sergio se verá
con la tarea de reconstruir sus cimientos, pues los que le sostenían
fueron obligados a derrumbarse para dar paso a nuevos
enfoques y percepciones.

Editorial Círculo Rojo




Raúl Santos Caballero.
raulyogos@gmail.com




martes, 4 de diciembre de 2012

La amistad.

    La amistad es un florecimiento que todos debemos aprender a regar. La amistad es puro aroma, fragancia  que verdaderamente envuelve y acapara, y todo un bálsamo para el alma. La amistad es el resultado tangible de reprocidad sin límites, empatía y comprensión.



    La verdadera amistad es la que traspasa y atraviesa las capas de la persona para instalarse en una relación más allá de la convencional. Es la que no mide ni compara la posición social ni la etiqueta visible hacia los demás; es la que enlaza de ser a ser y permite un vínculo más allá del establecido. Una amistad genuina nace de aceptar a la otra persona tal y como es; no trata de cambiarla o modificarla hacia nuestros intereses. Ver a la persona como es, aceptarla con todo su contenido y conciliar sus intereses con los nuestros, es no únicamente valorarla por los beneficios que nos puedan reportar. Si no, el amigo queda reducido a un objeto, un instrumento musical que debe amoldarse a nuestro compás.


    La amistad genuina va más allá de las apariencias que en un momento dado se puedan dar. En muchas ocasiones esas muestras escaparatistas que se pueden presenciar, están lejos de la verdadera semilla de la amistad, pues los intermediarios que son el yo social del que disponemos y empecinados en querer resaltar, maquillan la escena con flamantes decorados. Una amistad puede ser mucho más profunda sin la necesidad de hacerse notar, aunque no hay que confundirlo con cierta exaltación que se pueda sentir al encontrarse con ciertas personas. De un modo más sofisticado es el ego quien da el abrazo, y no permite que sean los seres quienes salgan al encuentro. Con este tipo de óptica habría que discriminar lo que son ciertas relaciones que se puedan dar, de la verdadera amistad. Tratar de etiquetar de ¨amistad¨ lo que son meras interrelaciones con los demás, es como poner una fecha de caducidad impresa en la misma.


    La genuina amistad va creando su propio historial, sin forzar, sin edulcorar. Va instalando palabras a las páginas que configuran la novela amistosa, va dando pies a otros capítulos, y hace que su lectura sea más poética en vez de en prosa. La amistad se convierte en un encuentro común en el camino individual que cada uno transita. Se convierte en un compartir las vivencias en cada paso que damos. Se vuelve en una compañía que desprende calidez en el recorrido de nuestras vidas.

    El nacimiento de la amistad se vuelve en un lienzo en el que vamos depositando toda una gama de colores. A veces comienza con una impulsividad desmedida, otras con un sentimiento de reencuentro aun no conociendo a la persona, y otras con cierto recelo basado en prejuicios y falsas creencias. La llama puede comenzar álgida, pero el viento de las circunstancias puede aminorar la fuerza y desgastarla.

    Si una amistad no está sustentada en el respeto, la aceptación y la tolerancia, entonces ésta se convierte en un cuenco en el que vamos depositando dosis de nuestra parte más conflictiva. En él vamos depositando excesivas dependencias, impositivismos, intolerancias, afán de manipular, imposición de normas, instalación de determinados guiones, implantación de encorsetamientos psicológicos hacia la otra persona y un largo etcétera. De esta manera la amistad está condenada al desgaste, pues a perdido esa ingenuidad que la mantenía, ha traspasado los límites de la integración de las personas. La amistad se puede convertir en una excusa para extraer intereses, un arma para someter y un negocio para rentabilizar.

    Reconocer al verdadero amigo es dejar de lado a nuestro ego para ver sin filtros ni patrones fijos. Es verse en el otro sin necesidad de espejo. Es ver el ánimo renovado a través del encuentro, es entonar la alegría y poner el acento en las circunstancias. La verdadera amistad es la que resalta en medio de la oscuridad; no es la que te halaga constantemente, sino que a veces, por muy doloroso que sea, te describe con autenticidad. La verdadera amistad es la que permite compartir un mismo cielo desplegando las alas, cada uno a su ritmo, a su altura. No hay jerarquías, no hay status. Es el desprendimiento de cualquier actitud personalista para el acercamiento mutuo.


    Cuando se ha echado una amistad a perder, hay que analizar sus posibles causas. La principal puede ser la falta de comunicación, otras, el descuido, otras, las heridas acumuladas y no digeridas del pasado y que hacen de fisura continua en la relación, otras, la envidia, celos, etc. También lo que provoca que la amistad se deteriore es una ley que envuelve todos los planos en el que nos desenvolvemos: la transitoriedad. Nada se mueve en una diapositiva fija, todo muta, todo cambia... La amistad también está sujeta a esta ley, pues también se ve sometida al desgaste, a su deterioro. Nosotros vamos cambiando con el tiempo, la amistad también queda salpicada. Es una ley inexorable en la que se puede poner los medios a nuestro alcance, o por contra, saber aceptar con consciencia que en nuestra mano no está el curso de los acontecimientos, y que si se producen distanciamientos o choques de enfoques, lo mejor es incorporar estas circunstancias no deseables a nuestro aprendizaje vital. Las personas vienen y las personas van. Los amigos entran y los amigos salen. Los decorados van cambiando y con ello nuestra representación en escena. La amistad se puede convertir en una verdadera prueba de fuego, porque en ella se nos pasa examen de la gran asignatura de saber ¨soltar ¨. También nos servirá para valorar nuestra dignidad individual y no caer en chantajes emocionales o diversas manipulaciones que se producen por el curioso fenómeno de que ciertas personas se arrogan derechos hacia nosotros, reduciendo nuestro margen de autonomía e integridad psicológica.

    La amistad pasa de ser un bloque de mármol a una frágil rosa. Pasa de ser una petrificada y segura fotografía a una interrogante incesante. Es por ello que la amistad debe ser aprovechada, valorada y ajustada
a una buena calidad de vida emocional. Sin las semillas de la amistad, nuestro suelo interior se convertiría en árido, estéril y sin posibilidad de enverdecer. La amistad se debe ir construyendo con vigilancia y consciencia, que son sus verdaderos cimientos, no apresuradamente y con urgencia.

    Hay que agradecer a todos aquello que han compartido pasos con nosotros, a todos aquellos que están por llegar, y a todos los que ahora avanzan en nuestro sendero.


    Porque también la verdadera amistad comienza en uno mismo, en su reconciliación, en amigar con todos nuestros lados, porque si no... ¿Qué tipo de amistad podemos ofrecer?













viernes, 9 de noviembre de 2012

La motivación.

    La motivación es el motivo de la acción. Es el empuje, el motor, la chispa que enciende un proceso.  Es la carga de sentido que aportamos a algo, el pistoletazo de salida, la materialización de un anhelo.


    La motivación permite movilizarnos, dar un recorrido a nuestros pasos, resaltar el colorido de lo que queremos. Es lo que nos motiva a persistir, a no desfallecer, a extraer un ápice remoto de energías para, en momentos difíciles, completar aquello que habíamos planificado.

    Sin motivo no hay un arranque. Sin acción no hay un recorrido transitado. La motivación unidireccionaliza nuestro impulso a alcanzar algo, nos despierta potencias que tenemos en latencia y desempeña el papel activo de nuestro ánimo.

    Sin motivación lo noblemente deseado se convierte en prosa, una imagen en blanco y negro, y un camino de barro en el que no tenemos fuerzas para dar el siguiente paso. La ausencia de motivación deja paso al tedio, a la inercia, la desidia, el desinterés y el abatimiento. Su poder es inmenso, pero también su fragilidad, porque en muchos casos, al igual que un hoja al merced del viento, ésta se tambalea perdiéndose en el confuso vendaval de las circunstancias.

    La motivación debe estar construida sobre los cimientos de cierta fortaleza, de cierto sentido de equilibrio ante las adversidades que puedan alcanzarla. La motivación no debe ser confundida por el entusiasmo febril o el impulso desorbitado, que suele ser lo más caracterizado cuando se comienzan a poner los medios si queremos alcanzar o conseguir algo. La motivación debe estar dosificada, presta y almacenada en nuestra idea consciente de lo propuesto, o en lo que estamos interesados. Sin una dosis de motivación nuestro interior puede estar rellenado de desgana, apatía, pereza y un estado de mecanicidad por falta de un cierto interés, en muchos casos más que necesario para comprender la necesidad de un cierto esfuerzo en todo aquello que hayamos emprendido.

    Se debe robustecer la motivación, rellenarlo de sentido y decorarlo con el anhelo de lo consecutivo. Ante la desmotivación debemos chequear nuestros estados anímicos, nuestras proyecciones si son o no ajustadas a la realidad, nuestras capacidades al margen de lo deseado, y cómo no, nuestro control interior para no hacer de la motivación un arma camuflada del ego. A veces, lo que creemos que es motivación no es más que un estado en el que nos embauca nuestro ego, para indicarnos un atajo y conseguir así su alimento. En ese canto de sirena vemos lo que queremos ver, en vez de mirar lo que de verdad hay que ver. El ego pierde  la capacidad de ir de la mano de la motivación en su camino presente, se pone por delante, anticipa notorios honores y reviste la meta de galardones que no son fiables. Entonces la motivación está al servicio de un crecimiento egocéntrico más que de un desarrollo saludable del ser.

    La diferencia estriba en la capacidad de disfrutar cada instante, con motivación, eso sí, con cierta visualización de lo que queremos e incluso de lo que esperamos, eso también, con consciencia de un anhelo que ha germinado en nosotros pero eliminando esa sed de alcanzar objetivos impulsivamente y, haciendo de los mismos, una identificación de nuestra verdadera identidad. Somos más que eso, somos más de lo que podamos llegar a tener o alcanzar, porque no somos en función de a dónde lleguemos, sino que somos en función de la capacidad de disfrutar en donde estamos, porque en esa plenitud se manifiesta nuestra esencia desnuda de ropajes meritorios.

    La motivación debe ser regada, con propósitos nobles, sin dañar a nadie, sin alcanzar algo a base de fricciones. El motivo de nuestra acción debe ser una llama que nos dé calidez a nuestro espíritu, comprensión y calma a nuestra mente. Porque con agitación y ansia nos perdemos la connotación de nuestros pasos, perdiéndonos sólo en la meta, cuando ésta es en sí el camino. En él está lo transformativo, lo que realmente es sustancioso. La meta sirve para no perder de vista adónde nos queremos aproximar, sólo eso. Es un punto que delimita un plan trazado, un punto que no tiene más carga de cualidad de lo que pueda tener el camino que nos acerque al mismo. La meta no debería ser lo que más nos motive, porque tan sólo cierra un tramo ubicándose en una demarcación. El camino en cambio es más rico, cada paso encierra una lección, cada tropiezo guarda un aprendizaje, cada caída nos recuerda de cerca que es lo que realmente nos posibilita sustentar nuestros pasos.

    No caigamos en triunfalismos respecto a la motivación. Vaciémonos por completo para que ésta nos inunde dejando atrás todo tipo de miedos y de inseguridades.

   Como dice una antigua frase: ¨ ¡Vayamos aunque no lleguemos!¨. Porque el simple hecho de querer ir, ya es una meta conquistada.












domingo, 7 de octubre de 2012

El arte de decir: ¡NO!

    Inmersos en una sociedad en la que interactúan nuestros intereses con el de los demás, aprender a decir no va más allá de un mero formalismo.

    A veces esta palabra puede ser la más difícil de pronunciar, la que no terminamos de articular. El deseo se genera dentro, pero en el momento en que la pronunciación va a materializarse al exterior, se disuelve en el camino dejando preso a su autor frente a los amasijos que le condicionan a determinar la elección de no expresarlo. Un no guardado por falta de valor a mostrarlo, es una carga interna difícil de drenar y que genera un malestar indescriptible en quien lo siente.

    ¿Por qué nos cuesta tanto decir no?
    Todo ser humano está conglomerado por condicionamientos de todo tipo. Desde pequeños ya somos rellenados por todo aquello que una persona debe ser y tener. Esos patrones subliminales, tras el paso del tiempo, fortalecidos, son grandes cuerdas que empujan e impiden deletrear la negativa abiertamente. Al irnos desarrollando a través  de un carácter ¨prestado¨ y no esencial, se genera un campo de dudas que no permite desarrollarnos en la idoneidad. A veces muchas creencias erróneas o impuestas de cómo debemos comportarnos crean una fricción profunda y desgarradora que imposibilita la decisión libre y final de decir no.

    Decir no y expresarlo con total libertad, sin prejuicios y con naturalidad, debería ser lo más espontáneo en nosotros, y no en cambio extraer dicha palabra envuelta en un manto dubitativo que recae en el cómo proceder. Decir no puede ser una gran carga de ansiedad, porque por un lado se encuentra nuestro deseo a negarnos, por otro, los ¨deberías¨, y por otro, el shock del momento. Ante ese enredo de circunstancias, nuestro no queda debilitado, se mantiene en el banquillo y queda resguardado bajo la sombra de nuestra indecisión. El no está, del mismo modo que su anhelo a ser expresado, pero falta emerger de las cadenas que le impiden ser manifestado.

    Ante el shock de situaciones anteriormente mencionadas, la mente se paraliza, el cuerpo se contrae y la lucidez se bloquea. Todo ello son interpretaciones biológicas ante lo que se considera amenazante, y que aun no hemos aprendido a confrontar. ¿Qué o quién se siente amenazado? El ego y la proyección creada que hemos formado o nos han creado de nosotros mismos. Ante este hecho, el margen no permite la negativa, pues siempre prestos debemos salvaguardar nuestro yo ficticio y anteponer intereses ajenos a los propios. Este hecho repercute y se paga un alto precio, pues queda resentida la autoestima y dañado la integración de la persona.


    La integridad dañada de un ser humano no sólo se basa en abusos físicos, sino además en aquellos más sutiles que no dejan marca en la piel. (Esto último sería una reseña que alude al tema de la manipulación)
    Ante un no que no es pronunciado también se encuentra el miedo, ya no sólo a no estar a la altura, sino a lo que pueda preceder de dicha negativa. Este miedo es la herramienta empleada para neutralizar cualquier tipo de respuesta no ajustada a intereses creados. Muchas veces el miedo es un gran distorsionador de la realidad, pues magnifica el asunto y no da margen  a deliberar con total autonomía.


    Ante el hecho de no expresar un no, quedan al descubierto muchas deficiencias emocionales. Vemos al decir no que estamos atentando los derechos de quien nos pide, y sentimos una culpa que recae en nosotros si no aceptamos directamente. Situamos nuestros intereses en una posición en la que los de los demás siempre están por encima, creyendo con ello que eso nos hará más merecedores de ciertas recompensas, entre otras. Creemos que al decir no por sistema que estamos debilitando el ego, cuando en el fondo dicho ego también busca la atención mediante dicho comportamiento.

    Un no a tiempo, lúcido, cabal y discernido, es síntoma de salud emocional. Nos escuda de prever la violación de nuestros derechos más allá de los recogidos en cualquier ley. Nos mantiene firmes en nuestra dignidad como seres humanos, y no tambaleantes ante nuestra integridad.

    El no sano es el que emerge de una comprensión clara. No es un no mecánico, defensivo y antepuesto a cualquier circunstancia para sentirnos seguros de lo que pueda acontecer. Un no sano es el que concilia interese ajenos con los de uno, es el que con clara idoneidad decide expresarlo o por contra, remitirlo porque así lo requiere la circunstancia. Es un no que florece de un amor propio esencial, no de un falso amor a la sombra del ego. Es un no dentro de la esfera de cierta dignidad, que todo ser humano no debería perder y nunca nadie jamás violar.

    Aprender a decir no es un arte, una asignatura pendiente. No es fácil, no es sencillo, pero a medida que adiestramos ciertas emociones conseguimos debilitar el origen que sella nuestros labios a la hora de pronunciar. Es por ellas -las emociones negativas- por las que muchas veces se produce el bloqueo y la dubitativa actitud del proceder. Tienen aún tanta fuerza en nosotros que consiguen amarrarnos como a un Gran Houdini sin posibilidad de escapatoria, perdiendo la oportunidad de incorporar un no a ese momento.

    Se requiere cierta valentía y osadía para articular un no. Una vez pronunciado se desvanecen muchos fantasmas, se desintegran muchos dragones. Se libera una carga que no permitía sanear ciertas interactuaciones con demás personas. Con el no pronunciado y disolviéndose en el aire, también se desintegra todos los conceptos que no permitían florecer una negación.




    El no está ahí, como también es bueno aprender a decir si. Ambos nos mantienen en una demarcación que se debe de ajustar a intereses propios, y en muchos casos, ajenos. A veces posicionamos el si cuando en realidad es no, porque en el si no rebotan las demandas exigidas.

    Porque la existencia también deja cabida para nuestra voz, para nuestra disconformidad, que llevado con consciencia,  terminará germinando en un carácter esencial, lejos de la adquisición de la personalidad.









sábado, 22 de septiembre de 2012

El sentimiento de finitud.

    El ser humano puede alcanzar grados profundos de percepción, entre ellos se sitúa como de los más teméricos el de finitud.

    El estallido abrupto de esa concienciación, permite al sujeto identificar el final de un recorrido al que está abocado a transitar. Se percibe un sentimiento envuelto en verdad, donde la indiferencia queda ausente por el zarandeo de la inexorable realidad. La mente queda paralizada, pues ante ese encontronazo con el punto donde se clausura nuestra existencia, la lógica y los razonamientos quedan silenciados ante el tsunami demoledor que ofrece nuestro plano de vida.


    Hasta ese momento, la vida acaparadora nos muestra una alfombra roja extendida hasta el infinito. El mañana está alejado de nuestro presente. Nuestra extinción no está incluida en el programa de actividades existencial. Tenemos la creencia errónea de que son los demás los que van quedando atrás. Vivimos con la creencia autoimpuesta de eternidad perdurable en nuestra manifestación como seres humanos.

    De repente se produce una fisura que permite detectar que todo ello no es así. Nos alcanza la brisa de una realidad a la que no podemos escapar, con sus leyes y con sus rígidos sistemas de dinamismo. El instante alcanza eternidad, no por su durabilidad, sino por su profundidad ante el encuentro cara a cara con un sentimiento que detecta un margen hacia lo lejos. La mente queda bloqueada, inoperable e inutilizada, porque su mecanismo de espacio/tiempo queda reducido ante la inmensidad de lo finito. La mente divisa el precipicio, el borde del acantilado. Habrá un punto en el final del camino en el que se enfrentará al acceso hacia lo Inmenso. Sabe que llegará un momento que no pueda dar un paso atrás, y que los ya dados, no podrán volver a ser utilizables.



    Esta comprensión puede paralizar, pero también nos puede activar. La mente deja paso a otro enfoque, a otra percepción. Se desarrolla una intuición que para nada debe ser inclinada a la lamentación ni al flagelo interno. Se debe utilizar esa comprensión de nuestra última actuación para poner los medios que nos mejoren bienestar interior y toda clase de utilidades para nuestro crecimiento emocional y mental. También el recordar que no somos eternos ni inmortales nos debe servir para hacer de cada momento una firma en nuestra representación vivencial.


    Estamos inmersos en una vida que tiene un principio y un fin. Por mucho que nos guste o no, que nos aterre la idea o no, esto es así. El desenlace no nos debe obsesionar ni mucho menos, pero de lo que trata este artículo es de la manera en la que, a modo de destello, se puede experimentar dicha observación de nuestro principio de finitud. Éste nos debe servir para aumentar la capacidad de mejora, ya que el tiempo del que disponemos en vida debe ser instrumentalizado para, como en un cuenco vacío, llenarlo de nosotros mismos. Así la vida no se convierte en un camino recto monótono. Todo es exprimido.
    La vida exterior se convierte en un juego, un gimnasio donde ponernos a prueba; la vida interior en un encuentro con nuestra esencia, lejos de las capas adquiridas de la personalidad. Todo adquiere otra tonalidad, otra intensidad. Y en ese disfrute, en esa satisfacción, la finitud se vuelve un misterio que explorar. Entonces nuestra extinción no es un punto y aparte, no es un párrafo descolgado. Es el acercamiento a un misterio en el que la carga de material o de conocimientos no permite su acceso.



    El buscador trata de comprender, sin la ayuda de la mente intelectual, el principio al que estamos abocados de finitud. Lo emplea para saber de su paso por esta existencia y no caer en la creencia de que dispone de toda la vida, sino que es la vida de la que dispondrá de él y que si emplea el tiempo otorgado,  se dejará impregnar por la fragancia que en sí mismo se haya despertado.








viernes, 17 de agosto de 2012

El vecino de al lado (novela en fase de producción)






                           A empezar de nuevo


   Vuelta a empezar. Parecía que el círculo de la vida no parase y que la estabilidad estaba más lejos que nunca. Recién cumplido los cuarenta, me sentía igual que un adolescente sin saber lo que quería, y más aún, sin saber si por lo que hasta ahora había luchado me beneficiaba o había sido en vano. Lo único que sabia era que el decorado de la vida volvía nuevamente a cambiar, pero el actor seguía siendo el mismo. Me preguntaba si era capaz de leer bien el guión o si sólo improvisaba en cada una de las escenas, lo cierto es que mi sensación de abatimiento se incrementaba más y más. Recién separado, la sensación de perdida era atroz, me invadía una melancolía que no era capaz de disfrazar con cualquier tipo de ocio o disfrute. Todas las expectativas que tenía se habían desvanecido como el humo, con lo cual el futuro se teñía de un gran interrogante. Nada había confabulado a mi favor, o al menos con lo que yo creía que era bueno para mi o debía de tener, quedándome huérfano de mi mismo. Se supone que con esta edad ya tendría que disponer de una madurez innata, pero seguía con estados anímicos fluctuantes, reacciones desorbitadas y quebraderos de cabeza que no se solventaban hasta pasados unos días.
      El cambio de casa me iba a venir bien. Cambiar un poco de aires era como maquillar el profundo sentimiento de vacío que me embargaba. La novedad aliviaba el pesar y al menos algo de ilusión se generaba en mí. La decisión de vivir solo me asustaba, pero también despertaba un interés en mí, ya que del hogar de mi madre pasé a la convivencia de pareja sin hacer escala en la soledad de mí mismo, y despertaba un profundo desconocimiento y a la par, un terror pasajero.
     Parecía que ella seguía ahí. Cualquier cosa que hacía o pensaba era cuestionado por el pensamiento de ella, a la que me venía sus críticas y modos de pensar, que en muchas ocasionas eran el detonante de grandes discusiones. Ella estaba lejos,  pero mi memoria me la traía cerca como si ya fuera parte de mí. Una y otra vez me preguntaba: ¿cuándo me la quitaré de la cabeza? La respuesta no llegaba, y suponía que el paso del tiempo lo fuese disecando hasta su extinción.
     El trabajo si se mantenía igual. Llegué a un puesto directivo de un departamento de compras a través de mucho esfuerzo y sacrificio, tanto si cabe que sacrifiqué mi relación con Yolanda. Las reuniones interminables, los quebraderos de cabeza, las preocupaciones… todo en suma, provocaba una distancia en mi relación que costaba conciliar, ya que era mucho lo invertido en mi trabajo como para echarlo por la borda. Ella no se metía, pero se quejaba continuamente de la poca atención que le prestaba, achacado como siempre, a mi obsesión por el trabajo. Ella también trabajaba, y mucho, en una oficina, pero parecía que al finalizar su jornada laboral era capaz de desprenderse como el que se quita una chaqueta. Yo no valía. El traje se adhería a mi piel de tal manera que era imposible de desechar.
     Mi oficio me realizaba, era mi centro. Me implicaba, y a la par, me realizaba. Me daba una satisfacción que ninguna otra cosa me podía ofrecer, pero también escondía su lado oscuro, ya que se apoderaba de mi la frustración por lo aquello no conseguido o el desconsuelo por lo no alcanzado. Lo cierto es que era más importante el trabajo que el trabajador.
     La relación con Yolanda era muy diversa, ella tranquila y contemplativa, yo nervioso y racional. Para ella nada tenía más valor que los instantes plenamente vividos; para mí los momentos verdaderamente productivos. Yolanda disponía de una belleza innata, un cuerpo muy sensual y una gracilidad que rebosaba. Nos amábamos profundamente, y los primeros años de convivencia fueron verdaderamente emotivos. Nos acompañaba una complicidad que muchas parejas quisieran tener. Todo se fue sometiendo a la rutina y al desgaste. Ella fue perdiendo muchas amistades y su círculo se fue deteriorando por diversas razones; yo en cambio fui agrandando mis amistades, sobre todo relacionadas con mi profesión. Eso hacía que ella se sintiera fuera de mi esfera, como una desconocida en mi alcoba. Ni mucho menos quería hacerla sentir así, era su sensación a la que en un principio no le di importancia, pero que al igual que un vaso, se fue colmando. Llegó un momento que colmado de mis afanes me daba igual estar que no estar con ella, una indiferencia que ahora me produce una sensación de culpa y de carga difícil de remediar. Un día tomó la determinación de dejarlo, esta vez iba en serio, ni me inmuté. Pensé que era otro de sus berrinches. Cuando la decisión se transformó en acción, todo comenzó a cambiar. Mi suelo se derrumbaba, mi pasado se desvanecía, el futuro se volvía amplio y a la vez aterrador. Pero mi orgullo camuflaba a sus ojos lo que sentía. Endurecí la personalidad hasta tal punto que parecía no afectarme en absoluto; pero esa torre de marfil se deshacía en el momento en que la puerta se cerraba y su ausencia impregnaba el entorno, las lágrimas era lo único que rellenaba ese ambiente, frío y gris, producido por la bifurcación de dos camino que antes eran uno.
     Por otro lado, a veces, experimentaba cierto éxtasis cuando pensaba en las posibilidades que me ofrecía nuevamente la soltería. Era volver a la juventud donde abocado al disfrute, volvería a deleitarme con sus posibilidades. Todo eran extremos, o bien me sentía pletórico o bien abatido; había perdido mi centro (si es que alguna vez lo tuve).
     Ahora la soledad iba a ser mi implacable compañera. Ahora no había escape ni subterfugios. La realidad se presentaba seca y sin miramientos hacia lo que yo pensaba que merecía. Sentía como si a la existencia no le importase en absoluto mi presencia, como si pasara ante mí con indiferencia, mirándome por encima del hombro. Como si un niño fuese rechazado por su madre, sintiéndose abandonado por la misma. Todo había perdido color, y mis estados de ánimo oscilaban como un péndulo en movimiento. No había calma, ni plenitud, solo desasosiego y ansiedad hacia lo que se me venía encima. Como si la vida hubiera diseñado una tortura lenta y desesperante hacia mi persona.
     El circulo de mis amistades, como por arte de magia, se fue reduciendo inexorablemente. Todo era demasiado cambio a estas alturas. No sabía a que agarrarme y como siempre me apoyé en el trabajo, lo único que siempre estaba ahí, a la espera de mis acciones resolutivas, alimentado mi capacidad de ser productivo y engordando mi estima hasta lo inimaginable.
     Demasiado cambio en tanto poco tiempo. A veces parecía que lo estaba viendo todo como en una película. La angustia era tal que me despertaba en mitad de la noche en la nueva casa con un sudor frío recorriendo mi mente, y mi corazón palpitando hasta su cese. Observaba la habitación y durante los primeros segundos no sabía donde estaba. Tanta novedad me sobrecogía. La mente una vez despierta volvía con su incesante río de pensamientos incontrolados, y hacía como era de suponer, desvelarme en mitad de la noche hasta llegar el amanecer. Un amanecer que radiaba de intensidad, ya que entrados en la primavera, todo adquiere otra tonalidad. Esa alegría estacional chocaba con mi universo interior, que sumido en una catástrofe, no se recomponía pieza a pieza. Ahora se juntaba también el miedo a sufrir crisis de angustia, ya que cuando me asaltaban me bloqueaba de tal manera, que por segundos parecía darme un paseo por el infierno.
     El piso nuevo en mitad de la gran ciudad, era justo lo que necesitaba. Pequeño pero todo al alcance, como cercanía al trabajo, supermercados, tiendas de todo tipo, y sobre todo la ubicación en el centro del casco urbano, ideal para perderme en el bullicio y no escuchar el mío propio.
     La mudanza la realicé en tres días contratando a varías personas y sólo faltaba ocuparme de la casa y su acondicionamiento, evitando cualquier tipo de recuerdo con el pasado. Ahora empezaba todo de nuevo y tenía que poner la carne en el asador. Iba a poder dedicarme cien por cien al trabajo sin preocuparme de que nadie me estaba esperando. Iba a poder levantarme a las tantas sin tener ningún tipo de obligación ni compromiso. Me esperaban salidas nocturnas y coqueteos con desconocidas, aventuras de una noche y la sensación de no tener que dar explicaciones. Yo, mi trabajo, mi casa y mi libertad.
    Pensaba que era cuestión de tiempo, de esperar, que pasara la ansiedad, el agobio, el miedo…. Que volvería a tener todo bajo mi control, y que los planetas se alienarían para ofrecerme lo que realmente me merecía.
     Lo que menos me podía imaginar era lo que me esperaba el destino, la vida, Dios o como queramos llamarlo. Yo, que quería volver a mi dormidera habitual, me iba a topar con un gran despertador!
     Lo incomodo de ver la realidad es que obliga a fluir, aunque uno quiera estarse quieto; está abocado a seguir un flujo de acontecimientos en los que adaptarse. Las resistencias que muchas veces creamos son inútiles ante el poderío existencial.
     Mi vida estaba apunto de dar un giro radical, era cuestión de elegir ante los diferentes caminos que se van abriendo a cada instante, y con mayor o menor torpeza, intuir cual conviene mas, lejos de las apariencias y las expectativas.
     Todo estaba dispuesto; era como querer separar un imán de otro sintiendo la fuerte atracción que se ejercen mutuamente. No sé si llamarlo azar, destino o como fuere, lo cierto era que una novedad maquillada de ingenuidad y de inocencia iba a presentarse abruptamente ante mí, o lo que es lo mismo, estaba abocado a desembocar en un mar hasta ahora desconocido. Sus aguas iban a reportar en mí una serenidad hasta ahora desconocida, pero tenía que prescindir de las prendas que hasta ahora me etiquetaban, para así nadar de forma más sencilla atravesando sus corrientes inexorables. La desnudez del alma estaba cerca, dolorosa pero necesaria para el auto conocimiento de sí. Una faceta muy oculta en nuestra sociedad.


















                                  Un vecino al lado.


   Trataba de instalar la rutina de tal manera que ahuyentara todo tipo de sentimiento emocional negativo. Trataba de ir sincrónicamente con el ambiente de primavera que se respiraba, pero de alguna manera contrastaba inevitablemente. Aún así no caía en la desesperación y seguía adelante.
   Comencé a familiarizarme con el barrio y sus vecinos, que aunque no soy muy dado a sociabilizarme en exceso, me parecía oportuno tener algo de relación. Todos parecían muy sociables y dispuestos a ayudar en todo lo que necesitase, muy cordiales en el ascensor y ya no ponían esa típica cara de interrogación cuando me veían haciendo la mudanza. En mi propio pasillo tenía la presencia de un vecino que debía vivir sólo, a excepción de un gatito siamés, que de vez en cuando se tornaba huidizo y le daba algún que otro quebradero de cabeza. Era una persona de unos sesenta y pico años; delgado, barba de pocos días y, muy menudo, cabello corto con canas, y surcos en la cara no muy exagerados, pero palpables hacia una expresión serena y calmada. Lo que más me llamaba la atención era su cálida sonrisa, y la sensación de ser espontánea, ya que he de reconocer que la mía a veces era forzada, para así atravesar esos momentos sin escapatoria hacía los demás.
   Me lo solía encontrar en el pasillo cuando iba camino al trabajo, normalmente estaba hablando con la vecina de enfrente, una mujer muy de su casa y exasperantemente locuaz. Hablaba a una velocidad de infarto, pero eso no parecía afectar a mi vecino, que con talante paciente parecía no perderse ninguna de las palabras que esta mujer proliferaba. Aun así era capaz de atender a mi saludo en el momento en que me cruzaba con ellos, que para la mujer le pasaba inadvertido, pero en cambio para él le permitía mandarme una confortadora sonrisa. Su mirada era profunda y parecía que tras ella se mantenía un modo de ver distinto al corriente, pero era una sensación a la que tampoco le daba mucha importancia.
   Mi primer encuentro con él fue una mañana que al salir disparado hacia el trabajo me encontré al gato siamés rondando por mi puerta. Cuando le cogí no opuso ninguna resistencia, algo que no me esperaba, ya que los recuerdos que tenía de coger a varios felinos eran desastrosos. Llamé a la puerta del vecino, y al abrirme de forma muy pausada la puerta, se clavó sus ojos en los míos, era como una especie de hipnosis. Cuando vio al gato esbozó una sonrisa. Le dije:
-         Hola, muy buenos días, he visto al gato merodeando por el pasillo y he decidido traérselo por si acaso se escapaba – no se me ocurría otra cosa que decir.
-         Ah! Suele escaparse continuamente, pero se lo perdono, es un gato muy bueno.

Le entregué al gato en sus brazos y en ese momento se escapó corriendo hacia dentro de la casa.
-         Bueno, mi nombre es Sergio- repuse. Soy el nuevo vecino, vivo al final del pasillo. Ya voy pillado de tiempo al trabajo y las responsabilidades me están esperando. Trabajo como jefe de un departamento de ventas y no se puede imaginar todo lo que conlleva.
-         Si la verdad es que el trabajo es muy absorbedor. Mi nombre es Vicente, encantado. Gracias por traerme a Isi.
-         De nada, no es molestia, por lo que veo va de un lado hacia otro.
-         Sí, la verdad es que todos deberíamos aprender bastante de los gatos…
-         ¿Usted cree? – pregunté escépticamente.
-         Oh si, un gato es un torrente de sabiduría, le puedes ver tumbado en la mayor calma profunda y a la vez estar en un estado de alerta permanente.
-         Pues la verdad es que no lo había pensado…
-         Son muchas cosas las que no pensamos y que están ahí - respondió con gran serenidad y sin perder la media sonrisa.
-         Bueno, esto… me tengo que marchar, de verdad no ha sido molestia…
-         Si lo desea, en otro momento, le puedo invitar a una taza de té y así podrá observar a Isi en todo su esplendor!
-         Ah! Bien, perfecto… En otra ocasión será… Bueno que pase una buena mañana, encantado!
-         Igualmente, y gracias!

   La verdad es que de camino al trabajo no podía quitarme de la cabeza esa mirada profunda y sumada a una  semisonrisa que parecía la más espontánea de todas.
   ¿Aprender de un gato? Lo que me faltaba! Ya me gustaría verle batallando con clientes y sacando uñas (nunca mejor dicho), y no todo el día tumbado y comiendo cuando quiere. Pues si en eso es en lo que se fija mi vecino vamos apañados, y ahora me va a estar insistiendo con una taza de té, cuando ni siquiera me gusta, ¡si por lo menos fuera café!
   El día se fue sucediendo con más o menos normalidad, hasta el final de la jornada que decidí ir a casa evitando frecuentar algún bar donde olvidar las penas.
   Pude salir un poco antes de lo habitual y me topé con la caída de la tarde, que siendo en primavera producía una luminosidad distinta.
   Entrando por el pasillo pude ver como se estaba despidiendo de Vicente su vecina de enfrente, y en ese momento su mirada se dirigió hacia mí buscando mi atención.
-         ¿Qué tal, como ha ido la jornada?
-         Bien – repuse- la verdad es que hoy no me puedo quejar…
-         ¿Le apetece tomar algo en mi casa? Así le puedo agradecer su detalle con Isi.

   No sabía que hacer, por un lado no me importa relacionarme con los vecinos, pero por otro prefiero dejar cierta distancia, porque luego no hay quien se los quite de encima.
-         Bien, perfecto, aunque no dispongo de mucho tiempo porque las obligaciones me persiguen, usted ya sabe…- dispuse cortésmente.
-         En ese caso prepararé algo de té, y así charlamos un rato.

   Entrando en la casa de Vicente experimenté una cierta brisa cálida difícil de expresar. La casa era acogedora, pero nada cargada. Me llamó la atención la cantidad de libros que albergaba este hombre, ya que casi todos los títulos para nada me eran familiares, y sobre todo que la inmensa mayoría eran de temática espiritual y  sendas de autorrealización. Tenía alguna imagen de Buda y el olor a incienso impregnaba todo el salón. Isi se paseaba como uno más, sin reparar en mi presencia, como si me conociera de toda la vida, y más enigmáticamente, se dejaba acariciar. Mi principal temor era que se convirtiera en costumbre el hecho de aceptar su ofrecimiento, no era desde luego el mejor momento de mi vida tener una atadura más.
   Vicente llevó a la mesa del salón el té y dos vaso pequeños, todo servido en una bandeja. Vicente solía vestir con ropa liviana, un pantalón de algodón y una camiseta muy de estar en casa. Su expresión en el rostro permanecía serena y llamaba un poco la atención su barba canosa de tres días sin arreglar.
-         Como le decía – comenzó a hablar- tenemos mucho que aprender de los gatos.
-         Por favor tutéame – repuse.
-         Si, claro. Como te decía, a nada que observemos podemos captar la sencillez de un gato y sobre todo su espontaneidad. Isi vive cada instante como si fuera el último y el primero. Es todo un maestro de sabiduría.
-         Ya claro, pero dudo mucho de su gestión a la hora de resolver problemas, sobre todo con clientes. – Respondí tocado en el orgullo.
-         Eso corresponde a otro plano – respondió Vicente-. La vida se mueve en planos y acontecimientos, cada uno con su propio peso específico, y uno no tiene porque solapar a otro, todo está interconectado y a la par, desconectado. En lo que corresponde en como vivir el momento te puedo asegurar que nos gana y con ventaja.
-         Sigo pensando que el día a día es muy distinto en esta sociedad. – Contesté.
-         En el día a día nos movemos en dos universos, el exterior y el interior.

   Vicente me comenzó a hablar de algo con un significado oculto que no terminaba de descifrar. Mí día a día era muy duro como para ponerme a expiar a un gato y ver su inteligencia.
-         Todos vivimos obsesionados con el exterior, con el yo social, dando la espalda al yo interior. Vivimos por y para los demás abandonándonos a nosotros mismos. Podemos acaudalar grandes tesoros, pero ninguno somos capaces de escarbar en el nuestro propio.
-         Yo creo que la meta es llegar a ser alguien en la vida. – Mi tono cada vez era más directo, el suyo seguía tranquilo y sereno.
-         Ya pero ese ¨ alguien en la vida ¨ puede llegar a ser una prisión para nosotros mismos, porque no es mas que una trampa del ego.

   Vicente sirvió el té, tomó muy despacio del mismo y prosiguió.
-         Nada más conocerte esta mañana, sin preguntarte, me enteré de todo. De tu puesto y responsabilidades, antepusiste tu yo social delante de mí. Es tu coraza, es como ¨ mira mi valía ¨, lo que he conseguido, mi valor… Pero donde hay que escudriñar es en quién se esconde bajo esa coraza, bajo esa máscara. En la mayoría de los caso nos encontramos ante un yo muy frágil y susceptible, creando auto defensas constantemente y temiendo perder aquello que cree que tiene.

   Se produjo un silencio. Empezó a brotar en mi cierta ira, pero la controlé. Me sentía como embaucado hacia una conversación que yo no había provocado y me desconcertaba, pero por otra parte intuía que me podría servir de alguna manera.
   Empecé a recordar lo que había dicho por la mañana, y si que es cierto que suelo dar a conocer mi puesto y mi trabajo, no me avergüenza, ni lo hago con mala fe, pero si que es un acto mecánico, y si alguien me cuestionara algo acerca de mis funciones, podría sacar lo peor de mí.
-         ¿Y qué hay de malo? – pregunté.
-         Nada, en apariencia, pero una perdida de energía prestada sólo hacia una parte de ti, dejando obsoleta otra parte desconocida en ti. Somos capaces de estar muchos años estudiando una carrera, pero no somos capaces de brindarnos unos minutos al estudio de uno mismo.
-         Pero por lo menos si llegas a algo tendrás más facilidades, digo yo.

   Vicente volvió a tomar del té;  yo casi ni lo probé.
-         En el mundo de las apariencias si. Tendrás respeto, habrás ganado un gran puesto, que ojo no significa que sea malo, ni mucho menos, el problema viene cuando nos identificamos, de ahí que nada más conocerme haya sido tu tarjeta de identificación.
-         Ahora si que no entiendo nada. – Mas desconcertado que nunca-.
-         Tú vives en sociedad, y tienes un puesto de responsabilidad, y una casa, y un coche ¿no es cierto?
-         Si.
-         Pero también tienes miedo a perderlo ¿no es cierto?
-         Lógico.
-         Creo que el problema no es tener material, sino proyectar en ella nuestra felicidad. Muchas personas compran un coche de última generación y ¿sabes qué?
-         ¿Qué?
-         Nada más comprarlo surge el miedo a perderlo, a que le pase algo, o a que no vivan lo suficiente para disfrutarlo. No hay nada de malo en disfrutar las cosas, sino en el apego aferrante que generamos nosotros mismos hacia las cosas. Todo está en la mente. A la mente no le sirve con disfrutar, sino que quiere eternizar el disfrute. A la mente no le sirve con tener sino que quiere asegurarse lo que tiene. Es de necios aferrarse a las cosas cuando en esta vida, todo está sometido a la ley de lo transitorio.

   Estaba hipnotizado, como si me hubieran dado una paliza. No sabía si tomármelo a bien o a mal. No sé a que venía todo esto, no probé ni el té.
-         Pero ¿por qué me cuenta todo esto?
-         No lo sé.- respondió sin quitar la media sonrisa.
-         No sé si alguien ha hablado con usted o qué, pero no necesito consejos de segunda mano, estoy muy contento con mi vida y no voy a renunciar a los placeres para ser un santo, de hecho trabajo muy duro todos los días y dudo mucho de que su gato llegue a ser un director de departamento.

   Se creo un silencio impregnado por mi arrogancia, pero que supo disipar Vicente con su serenidad. Ni se inmutó. Yo que ya estaba preparado para una gran discusión, pude ver como brotaba de su sonrisa una inconmensurable paz.
   Viendo que no probé el té, repuso:
-         La próxima vez prepararé café.
-         Por qué piensa que habrá próxima vez.
-         La verdad no sé si habrá próxima vez, no está en mi control, pero si la hay… prepararé café.
-         Y qué es lo que se supone que está en su control. – Pregunté irónicamente.
-         Mi actitud. – Respondió con firmeza.
    Es lo único que muchas veces podemos controlar, ya que como dijera Buda:
 - ¨ Los acontecimientos suceden, las acciones se llevan a cabo, pero no hay un hacedor individual ¨ -.

   Bueno… Ahora me metía el rollo de Buda. Lo que me faltaba, creo que iba siendo hora de despedirme, lo que menos me hacía falta es que me metan en una secta.
-         Bueno Vicente creo que es hora de marcharme, siento que no me guste el té, pero como bien dice a la próxima café (no sé yo si habría próxima).
-         Ah! Excelente, cuando quiera podemos seguir charlando y no dude en preguntarme cualquier cuestión.
-         Perfecto, pues…

   Me fui levantando como el que no quiere la cosa y me fui aproximando hacia la puerta. Isi estaba reposado en una silla y su gesto era de una total indiferencia. Creo que empecé a coger algo de manía a ese gato.
   Vicente me acompañó y se despidió con gran afabilidad. Yo me sentía como actuando y creo que no podía disimular mi incomodidad.
- Hasta la próxima, Vicente.
   Y cuando me quise dar cuenta… me estaba abrazando! P    ero ¿por qué? ¿Si le había hecho un feo? ¿Si le había despreciado su invitación?
   Y como leyéndome la mente me dijo:
- Los acontecimientos suceden, las acciones se llevan a cabo, pero no hay un hacedor individual.

   Cerró la puerta y me quedé de pie sin pestañear. Andando por el pasillo tenía la sensación de haberlo soñado. Entré en casa y no podía diferenciar la sensación de realidad del desconcierto que me absorbía.
   -Vaya día, mejor me voy a dormir- me decía; ahora lo que me preocupaba era como quitarme de encima al vecino, que sin duda, me va iba a estar acosando día y noche. Si lo sé no le llevo el gato. Vaya rollo me ha soltado – pensaba sin cesar- y quería que me quedará toda la noche seguro. -Pues si está aburrido que se compré otro gato, yo ya tengo muchas cosas en las que pensar-.
   A lo largo de la noche se me iba presentando una sensación de arrepentimiento y sumado a una terrible soledad por la falta de Yolanda. Me preguntaba como estaría ella ahora, como se sentiría; pero mi orgullo no permitía profundizar en los hechos tal y como eran. Mi cuerpo estaba en el momento presente pero mi mente divagaba y divagaba constantemente, como si de una tortura hacia mi mismo se tratara, y como si mórbidamente tratara de reconciliar cosas que ya no estaban en mi mano.
   Antes de acostarme tomé una copa de whisky, era algo que de algún modo me calmaba. Me introduje en la cama pensando en lo que serían las obligaciones de mañana y en mitad de la noche volvió a pasar… Era como estar sumido en el fondo de una piscina y una fuerza invisible te sacara hacia fuera, bruscamente y sin dar ningún tipo de opción. Me desperté abruptamente y con el corazón apunto de estallar, el sudor frío me recorría todo el cuerpo y la sensación de locura inminente se apoderaba de mí; más sensaciones se iban desplegando en cuestión de segundos, pero para mi eran interminables. Por momentos perdía la sensación de la realidad, lo veía todo como un espectador que  observa una película que le va pasando sin opción a intervenir en ninguna imagen. Era algo completamente desgarrador, que había experimentado alguna vez, pero que ésta era totalmente más exagerada. Al estar a oscuras en la habitación le añadía mas dramatismo al asunto, ya que sumido en la más profunda soledad hacía que la ansiedad tomara un papel protagonista fuera de lo común. Poco a poco me iba calmando, el corazón tomaba su pulso habitual, y la sensación de terror se iba desvaneciendo. Realmente me había dado un paseo por el infierno.
   El miedo se queda en el cuerpo, y más cuando no sabes porque te suceden estas cosas. Por momentos pensé que la conversación con Vicente podría haber sido un detonante para activar mi ansiedad, por otro que debía visitar a un médico para decirle que me estaba volviendo loco y por otro lado acabar con todo de una vez por todas.
   La sensación de angustia es terrible. Quizás una de las peores experiencias de mi vida.
   Volví a conciliar el sueño, pero algo dentro de mí se mantenía alerta, como si de esa manera pudiera evitar otro ataque por sorpresa.
   Lo que estaba claro es que necesitaba ayuda. ¿Pero a quién acudir? ¿Dónde ir? Quizás debería tomar pastillas y hacer algún tratamiento, quizás…
El sueño se fue haciendo amo de mi mismo pero la huella del episodio de pánico quedaba ahí.
  Según Vicente las cosas suceden, pero ¿por qué a mí?





NOTA: Adelanto de los dos primeros capítulos de la novela ¨El vecino de al lado¨, que está en fase de producción.

sábado, 7 de julio de 2012

La soledad del portero.

    Ningún integrante de un equipo de fútbol experimenta tanto la soledad como pueda hacerlo un portero.


    Es esta una responsabilidad incluida en sus obligaciones y donde, en el caso de un penalti, queda excluido del arropo de sus compañeros.

    El guardameta se enfrenta a vigilar una zona de su ámbito periférico. Trata en todo momento de poner los medios para evitar la proximidad del esférico, que una vez que esté en su área, le obligará a actuar en base a la circunstancia requerida. En el momento en que se enfrenta a una parada, todos los integrantes se diluyen para dejar en evidencia sus dotes técnicos, y ahí quedará reflejada la templanza a la que está obligado a tener un portero.

    Todos los que en un momento velaban junto a él para proteger esa zona, quedan alejados para que en última instancia el portero recurra a todas sus habilidades para ejecutar la tarea de infranquear la portería. Como en el centro de una diana, el guardameta se siente el núcleo de una posibilidad que determine un resultado. Ese mismo centro, pero a nivel interno, será el que deberá hallar para anclarse y que le permita vivenciar su circunstancia al margen del de los demás.

    Ese punto instrospectivo deberá ser retomado una y otra vez para no desalienarse y que ello no procure una desestabilización y quiebre la concentración que exige su puesto de cancerbero.


    Ante el portero pesa el arroyo de un contraataque. Ante él golpea la dureza de los disparos a puerta. Su espacio queda restringido únicamente para las situaciones de tensión que deberá de proceder con actitud resolutiva.

    Cuando en la otra punta del estadio se produce el gol, él lo vive como un espectador implicado observando a lo lejos. Vive su exaltación rodeado de la misma espaciosidad que después le permite desplegarse como vigilante atento de su terreno. En ese momento el resto de sus compañeros está reunidos celebrando un gol; él mantiene el talante y ánimo equilibrado, pues entiende y comprende que después el péndulo puede oscilar hacia el otro lado, y eso obligará a ejecutar su tarea.

    Cuando el portero desarrolla sus paradas no se produce alboroto, en seguida se reanuda el juego. Empero, si falla en su cometido la característica del asunto se torna cruel y ajena al desarrollo de méritos anteriormente realizados. En el momento en que es encajado un gol, el portero vislumbra que en sus manos ha tenido la posibilidad de evitarlo. Es esta una sensación de no marcha atrás, de obligación de mirar hacia delante, de dejar en manos de sus compañeros la posibilidad de equilibrar el resultado. Cuando el resto del equipo avanza al contraataque, nuevamente se vuelve a producir la soledad, en este caso con dotes de abatimiento que deja un sabor amargo ante una parada fallida.

    El portero no puede permitirse el lujo de inclinarse en fatalidades. Deberá ser la suya una predisposición continua de entendimiento frente a las adversidades. Deberá con su rugido alertar al resto y empujar con su ánimo renovado el espíritu competitivo.

    Quizás el penalti sea el encuentro más directo consigo mismo. El penalti es su exposición más directa frente a sus responsabilidades. Corpóreamente se ubica en el centro, pero mentalmente deberá ajustarse a su punto de quietud, para desde ahí precipitarse a la ejecución de una parada. En ese instante la soledad se vuelve impositivista ante el cancerbero. Deberá relacionarse con la misma y no dejarse atrapar por recuerdos fatalistas que puedan invadir su estado anímico.

    El pensamiento controlado, la acción diestra y el equilibrio en su ánimo, permitirán al portero relacionarse con la situación desde otra vivencia más íntima consigo mismo.


    Cuando el jugador se dispone a lanzar, ese no-pensamiento, ese hacer sin hacer que propone el Tao, hace conectar con la frecuencia intuitiva hacia un impulso que le direccionará, para así desarrollar su habilidad que emerja de una sincronicidad eclosionada de su eje más profundo y revelador.




     
NOTA: Artículo publicado en la web de entrenadores de fútbol   profesional: http://www.modernsoccer.net/

sábado, 23 de junio de 2012

La desrealización.

    Hay personas que con un cierto carácter de sensibilidad -no sensiblería- acceden a una angosta dimensión de lo que es la vida.
    Se revela un interrogante aplastante y doblega al sujeto por su inmensidad acaparadora. Por momentos fugaces, la comprensión halla un punto álgido de percepción que permite detectar el ilusionismo que solapa una realidad ocultada por la aparente. La persona, despavorida, se encuentra en un desconcierto penetrante y enlaza un puente hacia lo que posibilita el sustento de un decorado que oculta otra realidad más vivencial, pero que se nos escurre cuando estamos en un concepto más ordinario.

                               
    Algo se destapa, algo se revela. Se agudiza la percepción y al margen de nuestra voluntad, ésta se manifiesta por el encontronazo ante un cúmulo de sensaciones que dejan bloqueado al sujeto. Se dispara el miedo, temor, crisis... No hay dónde ir, dónde sujetarse. Por un momento, el escenario donde solemos recrear nuestra actuación se convierte en un decorado de cartón piedra, un atrezzo misterioso en donde la angustia se dispara por su pavorosa inmensidad. Se vierte sobre la persona una crudeza que le despista antes de alcanzar la posibilidad de descifrarlo. La soledad se manifiesta más que nunca, no como una idea, no como una recreación, sino como una verdad inmutable en la que estamos inmersos. Es ésta una soledad acaparadora y reacia, generando fricción y un terrible abatimiento. Incluso la misma soledad se retira abandonándonos por completo y dejándonos en una experiencia dubitativa de sobre qué nos sostenemos y sobre qué configuración permite el desarrollo existencial.
    Por un momento la persona ha dejado de ver las dos orillas, está en mitad de un océano. Se encuentra con una dimensión angosta en la que no hay escapatoria porque no hay dónde ir. La sensación de aprisionamiento dentro de la propia vida se hace angustiosa, desgarradora. Uno toma consciencia del tremendo shock de saberse vivo. Se experimenta la fuerte vivencia de que estamos sujetos a finitud sin posibilidad de escapatoria. La propia realidad nos da la espalda, nos deja huérfanos de ella misma en una honda soledad más allá de la ausencia de personas alrededor nuestra.

    La desrealización se torna impositivista, pues de alguna manera no elegimos cuándo adentrarnos en esa dimensión, sino que ella misma nos envuelve con su manto acaparador y dejándonos en una esfera en la que ordinariamente no hay posibilidad de acceder.
    En ese momento de estupefacción, de convencimiento de falsedad en todo lo que nos rodea, se revela una inclinación a descifrar la conquista de sentido último de todo el montaje existencial. Pero de nuevo, el muro de lo ignoto, irrumpe para bloquear el paso y bloquear el acceso que quisiéramos transitar. Nuevamente somos expulsados hacia la realidad aparente en la que normalmente nos manejamos, quedando esfumada aquella que pavorosamente se ha presentado. En ese instante hemos sentido una soledad cósmica fuera de lo común. Nos hemos visto envueltos en una envoltura carnal que es regida por sus propias leyes ajenas a nosotros, y que habitamos un físico corporeo pero que no lo llega a ser todo, pues en ese momento hemos sido capaces de asomarnos a otro tipo de percepción más directa que el que habitualmente estamos acostumbrados.
    Esa realidad desrealizada nos deja una huella de nuestro paso efímero en este plano vivencial. Vivimos como más real que nunca el que algún día el recorrido tendrá su fin y que ese sentimiento escapa a una comprensión racional o intelectual. En ese momento no sólo nos abandona la realidad que nos acapara, sino la mente común, pues en esa esfera no opera como habitualmente está acostumbrada.
    Estos encuentros bruscos son idefinibles e inasibles a la lógica. No pueden ser estirados a la espera de un entendimiento lógico, pues en el momento en que se presenta ya comienza a escurrirse de nuestras manos. Provocar esos accesos también es fallido, porque el intelecto no puede ni acercarse a esa dimensión. Es en el capricho del momento y donde el repentinazo nos da ese ¨toque¨ que termina por girarnos ciento ochenta grados. La persona que ha tenido que vivir y vivirse en ese teatro fantasmagórico, siente que algo ha cambiado. Algo se ha removido en él. Ahora hay algo más. Algo que trata de llamarnos la atención mediante un juego rocambolesco. La vida, en la que tan inmerso se había sentido hasta ahora, se convierte en un simulacro en comparación con esa otra realidad que se oculta tras todo lo consistente.

    Tras esa traumática experiencia de que se insustanciabiliza todo a su alrededor (incluyendo en muchos casos uno mismo -despersonalización-) deja en la persona un choque adicional que rompe con todo lo que anteriormente había conformado. Duda de la veracidad de la realidad, pues ahora el esfuerzo es por sentirla consistente. Haber sentido como se diluía la energía que permite la sustentación de todo lo manifestado, advierte en el sujeto un acercamiento a un estado de locura pasajero, dejando una huella en la persona que poco a poco deberá de ir eliminando. Ese momento de delirio provoca confusión y dolorosa apreciación de una realidad expuesta ante nosotros, pero con acceso a un backstage ocultado hasta ese momento. Se produce una fricción entre realidades paralelas, se tambalea la creencia de qué es o no real, pues aunque haya sido lo más parecido a una alucinación, ha sido vivenciado como la mayor de las realidades.
    Otras veces parece que esa sí es la única realidad, lejos de todo lo manifestado es como si en ella todo quedara depositado y que nunca se terminara de presentar. Es como si se deslizara sobre sus capas y se antepusiera ante nosotros para dar testimonio de su veracidad y después, retornara a su letargo donde reposar. El pavor puede dejar atónito a quien lo experimenta, porque no hay dónde agarrarse ni dónde cogerse. Uno se siente perdido, la brújula ha fallado. El mapa se ha deteriorado y no permite ver su contenido. Se nos oculta un camino que pensábamos que controlábamos a la perfección. La sensibilidad aflora, el alma parece que traduce aquello que no ve los ojos. Parece que uno ha descubierto un truco de ilusionismo en el que estaba atrapado.
    Una vez pasa el vendaval todo vuelve a la misma sintonía. Parece que todo el desbarajuste se vuelve a ordenar ante nuestros ojos. Ya no hay pruebas, todo vuelve a reajustarse como antes. Parece que, juguetonamente, la existencia nos ha gastado una broma macabra, nos ha invitado a una especie de escondite donde participan, no sólo los objetos visibles y tangibles, sino todo lo que pertenece a la esfera de lo inanimado e inmanifestado. Jugar se convierte en un desafió, porque nadie conoce sus reglas ni cómo terminará el juego. La situación se ha desvanecido sin dejar rastro. No hay ninguna prueba concreta de lo que ha sucedido. Tan sólo la sensación de atino o desatino, porque quizás ese intervalo desconcertante sea como un muestrario reducido de la inconmensurable vastidad de la existencia.
    Ese sabor de boca puede quitar el apetito o despertarlo, según se proceda. Quizás, ese sabor amargo sea un primer plato de otro más rico y dulce. ¿Quién sabe? El hecho es que a quien le suceda repetidas veces debe proceder a destinarle un significado para que no quede en una estéril sensación desagradable y, quizás, sea el indicativo de que debemos no conformarnos y rastrear esa otra realidad que se va escurriendo de nuestra compresión reducida.

    La desrealidad va de la mano de orígenes de ansiedad. Puede llegar a ser una de sus maneras de posicionarse ante nosotros, pues esa fragmentación del exterior no es más que la misma división de nuestro interior. Los estados ansiógenos pueden desencadenar ese punto álgido de desrealización donde todo lo que está rellenado pierde sustancia y nos convierte en espectadores de ese cruce de sensaciones que terminan por desgarrarnos. Ese estado puede alcanzar el miedo o pánico, creando un círculo vicioso y donde su representación alcanza el grado de fantasmagoría.
    Una vez la persona experimenta este tipo de sensaciones, se puede crear cierta sospecha a que puedan producirse de nuevo, y cualquier factor estresante puede desencadenar el detonante para que se active. El cuerpo se prepara para la huida, pero ¿adónde? No hay más lejanía que nosotros mismos, ni más cercanía que nuestra propia realidad. Podemos huir de todo menos de nosotros mismos. Dan ganas de pedir auxilio, pero ¿a quién?
    Aunque sí que es cierto que ciertas medicaciones pueden servir de gran ayuda, siempre apelaré a que ciertos desajustes internos se resuelvan en su lugar de origen. Para ello hay un gran arsenal de herramientas que permiten integrar a la persona para no sentir esa sensación de división ,tanto exterior como interior. Yoga, meditación, pranayama, enseñanzas, cambio de actitudes... Quien no lo vive no lo entiende. Además, quien lo padece debe cargar con la incomprensión por parte del resto, pues ni por asomo asocian ese estado a su historial de vivencias presentadas.
    El buscador pone en marcha un mecanismo de rastreo tras experimentar esas experiencias, pues como una puerta entreabierta, permite vislumbrar un rayo de luz en mitad de la oscuridad. Tratará de estar más atento, más consciente y, si se vuelve a presentar cruzará ese túnel angosto y llegará a recorrerlo hasta el final.


    Para el buscador es un motor que le moviliza a desperezar ese potencial oculto interno, ya que interpreta estos accesos como una especie de duermevela espiritual, donde la cruda desrealidad nos aborda para indicarnos que aún no debemos desfallecer en el intento de alcanzar el despertar de la consciencia. El buscador trata de conciliar ese conflicto que se le presenta para transcenderlo y avanzar en el sendero espiritual.
    Al igual que en un bloque de mármol la estatua ya se encuentra dentro. Debemos tallar hasta alcanzar la verdadera esencia que nos insufla y permita reconciliarnos a una realidad más elevada, y evitar así, la enemistad existencial.

sábado, 12 de mayo de 2012

La madurez.

    Envejecer es inevitable, madurar no. Alcanzar la vejez es permitir a la naturaleza completar su plan; madurar es implicarse en un desarrollo transformativo donde nadie puede hacerlo por nadie.

    Hay una diferencia muy notable entre la persona anciana y la que ha madurado. En una persona madura no sólo ha cambiado la carcasa, sino quien la habita. En cambio, una persona podrá haber envejecido, pero internamente se siguen manteniendo los mismos rasgos que lo conformaban décadas atrás.


    La vida puede convertirse en un tránsito que nos acerque poco a poco hacia la muerte, o en cambio, convertirse en un camino donde la persona proceda a hacer de su recorrido una vía de transformación y desarrollo. Madurar no es gratuito, hay que estar presente. No se genera a nuestras espaldas ni por un descuido. Es un florecimiento arduo donde se debe ser consciente de cada momento en que es regado. Nadie madura por accidente. Puede alguien parecer madura en apariencia, pero en esencia mantener los mismos condicionamientos arraigados que impiden evolucionar en la senda de la maduración. Madurar no es acumular experiencias, sino extraer la sabiduría de las mismas. La madurez no es haber agotado años con un gran cúmulo de sucesos vividos, sino haber alcanzado cierto grado de plenitud y haber comprendido de una manera profunda la dinámica de las circunstancias. Esa extracción enriquece un conocimiento que está más allá del intelectivo, pues al ser experiencial, sólo le pertenece a quién lo ha vivido.

    Una persona que no ha transcendido el conocimiento intelectual, se ha quedado a las puertas de otro que está más allá del meramente ¨prestado¨. La diferencia radica en que uno se va pasando de unos a otros, y el experiencial nace del núcleo más interno de uno, que al haber sido removido y descolocado, adquiere la manera de volver a situarse dando un nuevo modo de anclarse, y no dejándose arrastrar por lo que antes le zarandeaba con tanta facilidad. Ese ¨haber transitado por un camino¨, despliega un potencial oculto para facilitar la lección aprendida y no tener que volver a retroceder, para de nuevo, recuperar algo que hubiéramos dejado atrás.

    Para entender la madurez, primero hay que entender qué no lo es. Alcanzar el destino no significa haber disfrutado del paisaje. Alcanzar una cuantía de edad no significa haber progresado en la realización de uno. Se puede haber aprovechado esos años para alcanzar logros, aspiraciones y un montón de cúmulos materiales. También para ir depositando en el desván de cada uno, todas las experiencias vividas y creer erróneamente que sustentan nuestra privilegiada madurez. La madurez no es un archivo para acceder a cada una de nuestras vivencias y recordarlas como que estuvimos ahí. La madurez va más allá de un historial psicológico, pues nadie guarda las cáscaras de una naranja, inteligentemente sólo se aprovecha el zumo. Se confunde el cúmulo de años y el haber vivido antes ciertas cosas con la madurez, cuando en el fondo no es más que una demarcación en la existencia. Si alguien ha nacido antes que otra no le sitúa en un peldaño de madurez, lo que sí indica es que ha dispuesto de más tiempo para alcanzar dicho peldaño, y serán sus actitudes lo que mostrará si ha llegado a conseguir ese escalón. Si una persona ha estado antes en un lugar, nos podrá decir que se encuentra uno allí, pero el síntoma de madurez no es el conocimiento previo de ese lugar, suceso o circunstancia, sino su comprensión y entendimiento de con qué actitud afrontar dichas parcelas.

    Todo queda dentro. La madurez es una construcción en las que sus cimientos se originan en el interior de la persona. Se derrumban y se vuelven a construir. Es un proceso lento y de reconversión a cada momento. La madurez no alcanza un culmen extático y petrificado. Es un proceso envuelto en la dinámica acorde con los compases de la vida. No es un proceso paralelo al devenir cotidiano, sino que necesita del mismo para ponerse a prueba y desenmascarar todo aquello que parecen ser capas de madurez y que en el fondo impiden su acceso y desarrollo.

    La madurez no es un escaparate. No sirve para imponer y aunar todas las consideraciones. Una madurez así habría que ponerla en tela de juicio, pues su envoltura no nos asegura un dulce para ser digerido. La persona madura no alardea de ello, pues entiende que aún le queda por madurar. No lo utiliza para hacer de menos al resto y exhibir un rango de superioridad que dista mucho en quienes les rodea.

    La madurez es sencillez, humildad y no un revestimiento de sofisticación. La madurez no es una coraza rígida, sino todo lo contrario, un estado de apertura. La persona madura halla en sí misma todas las habilidades para manejarse con las circunstancias de la vida. En él se han ido forjando todos los recursos y el paso del tiempo se convierte en una herramienta más para el auto aprendizaje y el desarrollo. El tiempo transcurrido no se convierte en un aval de muestra, no es un dinero ahorrado, sino una dimensión en el que los hechos han incitado la transformación y han encauzado los enfoques y cambios de actitudes de la persona, y que además han permitido el tránsito de las circunstancias debilitando la fricción y ganando la batalla al bienestar a pesar de todo. La extracción se convierte en sabiduría, no porque sea el resultado de los acontecimientos vividos, sino porque han permitido despertar en nosotros las modificaciones que nos hacían falta y han catapultado otra manera de entendimiento más acorde con el lenguaje existencial.

    La persona que transita la senda de la madurez ha ido perdiendo toda clase de enemistad. La madurez es integración y falta de división. Es tomar las riendas de la responsabilidad de cada uno sin tener que cargárselo a las espaldas de nadie. La madurez es el anfitrión perfecto para las vicisitudes de la vida, pues ese prisma permite vivirlo desde otro enfoque y punto de vista. La madurez no es reprimir ciertos estados por el ideal maduro. Es una ubicación dentro de un margen de entendimiento donde no queda el sujeto desprevenido ante los acontecimientos.

    Es síntoma de madurez y de salud emocional los estados de visión cabal, ecuanimidad, sosiego ante los imprevistos, desarrollo de la capacidad de entendimiento y ponerse en el lugar de los demás, comprensión, contento interior y predisposición a cooperar con los demás. Son síntomas de inmadurez rasgos como envidia, celos, animadversión, reacciones desmesuradas, falta de comprensión, egoísmo, alardeo de cualidades de las que se carece...
    Un hecho puede ser el mismo, pero no será igual recibido por la persona madura que por la inmadura. Ante el mismo hecho o circunstancia se pueden volcar todo tipo de conflictos o por el contrario, observarlo y desarrollar la capacidad de comprender y proceder a su arreglo inmediato. La persona madura no se aflige constantemente, sabe coger y soltar a cada momento. Entiende la diversidad de los fenómenos y trata de dejar cierto margen ante los mismos. Cuando hay que llorar, llora; cuando hay que reír, ríe. No está programado para actuar de un determinado modo según la conveniencia del momento. Reacciona al instante y con la vivacidad observada desde la consciencia, pues agarra la impulsividad y no permite una anómala respuesta.

    La persona inmadura se mueve en una dirección de rutina diaria -independientemente a sus actividades-. Presta sus energías a las lamentaciones -hablamos de las repetitivas y neuróticas- y no procede a escalar otro nivel psicológico. La persona que cree ciegamente que es madura tampoco ofrece un avance en su evolución, pues detenido en su convencimiento no divisa otras alternativas que le permitan salirse de su estancamiento emocional. La persona que va madurando y que entiende que ese camino nunca se detiene, ve con otra perspectiva las cosas. Todo pasa por un filtro mezclado de comprensión e intuición que le permiten acceder a  procederes menos equívocos y ajustados a guardar su integridad sin dañar la de los demás.
    En la senda de la realización de sí, la madurez va acompañada de la mano de la consciencia. La consciencia es la herramienta que permite enfriar todo aquello que no deja evolucionar a la madurez. Son rasgos internos que todos arrastramos y que en su brote nos hacen retroceder por convertirnos en presa de nosotros mismos. Su observancia y detectación, permiten ser enfriados y dejar emerger otro tipo de reacción más cercana a la calma y no tan aproximada a la agitación. Incluso el sufrimiento es vivido por la persona madura, pero con otra reacción. La pena también es vivida por la persona madura, pero con menos aversión. Todo entra en cabida, pero la madurez nos hace más dueños de nosotros mismos y es una especie de ancla ante los torbellinos emocionales procedentes tanto del exterior como del interior.

    El buscador rastrea la madurez como símbolo de su eje que nunca ha dejado de estar, pero que por identificación no nos conseguimos ni asomar. Busca y busca la madurez espiritual, no como un rango ni como una obtención recompensatoria, sino como un acceso a su naturaleza más real, distando de las deficiencias emocionales que no hacen más que entorpecer la senda de la realización.

    La persona madura suelta la carga del saco de las experiencias y se queda con lo provechoso de las mismas. Libre de lastres sigue con su camino; no tiene más posesiones que la de sí mismo. Su pasado le recuerda quién es ahora, pero no lo rumia constantemente en memorias pretéritas. Su corazón no está atrincherado por las heridas recibidas, sino que mantiene una actitud compasiva hacia el resto -que eso no difiere que no vele por sus intereses-, y trata de hacer de su experiencia, a veces amarga y otras dulce, un valioso tesoro donde él ha guardado dentro, el más preciado valor que jamás nada ni nadie pueda nunca sustraerle.