sábado, 22 de septiembre de 2012

El sentimiento de finitud.

    El ser humano puede alcanzar grados profundos de percepción, entre ellos se sitúa como de los más teméricos el de finitud.

    El estallido abrupto de esa concienciación, permite al sujeto identificar el final de un recorrido al que está abocado a transitar. Se percibe un sentimiento envuelto en verdad, donde la indiferencia queda ausente por el zarandeo de la inexorable realidad. La mente queda paralizada, pues ante ese encontronazo con el punto donde se clausura nuestra existencia, la lógica y los razonamientos quedan silenciados ante el tsunami demoledor que ofrece nuestro plano de vida.


    Hasta ese momento, la vida acaparadora nos muestra una alfombra roja extendida hasta el infinito. El mañana está alejado de nuestro presente. Nuestra extinción no está incluida en el programa de actividades existencial. Tenemos la creencia errónea de que son los demás los que van quedando atrás. Vivimos con la creencia autoimpuesta de eternidad perdurable en nuestra manifestación como seres humanos.

    De repente se produce una fisura que permite detectar que todo ello no es así. Nos alcanza la brisa de una realidad a la que no podemos escapar, con sus leyes y con sus rígidos sistemas de dinamismo. El instante alcanza eternidad, no por su durabilidad, sino por su profundidad ante el encuentro cara a cara con un sentimiento que detecta un margen hacia lo lejos. La mente queda bloqueada, inoperable e inutilizada, porque su mecanismo de espacio/tiempo queda reducido ante la inmensidad de lo finito. La mente divisa el precipicio, el borde del acantilado. Habrá un punto en el final del camino en el que se enfrentará al acceso hacia lo Inmenso. Sabe que llegará un momento que no pueda dar un paso atrás, y que los ya dados, no podrán volver a ser utilizables.



    Esta comprensión puede paralizar, pero también nos puede activar. La mente deja paso a otro enfoque, a otra percepción. Se desarrolla una intuición que para nada debe ser inclinada a la lamentación ni al flagelo interno. Se debe utilizar esa comprensión de nuestra última actuación para poner los medios que nos mejoren bienestar interior y toda clase de utilidades para nuestro crecimiento emocional y mental. También el recordar que no somos eternos ni inmortales nos debe servir para hacer de cada momento una firma en nuestra representación vivencial.


    Estamos inmersos en una vida que tiene un principio y un fin. Por mucho que nos guste o no, que nos aterre la idea o no, esto es así. El desenlace no nos debe obsesionar ni mucho menos, pero de lo que trata este artículo es de la manera en la que, a modo de destello, se puede experimentar dicha observación de nuestro principio de finitud. Éste nos debe servir para aumentar la capacidad de mejora, ya que el tiempo del que disponemos en vida debe ser instrumentalizado para, como en un cuenco vacío, llenarlo de nosotros mismos. Así la vida no se convierte en un camino recto monótono. Todo es exprimido.
    La vida exterior se convierte en un juego, un gimnasio donde ponernos a prueba; la vida interior en un encuentro con nuestra esencia, lejos de las capas adquiridas de la personalidad. Todo adquiere otra tonalidad, otra intensidad. Y en ese disfrute, en esa satisfacción, la finitud se vuelve un misterio que explorar. Entonces nuestra extinción no es un punto y aparte, no es un párrafo descolgado. Es el acercamiento a un misterio en el que la carga de material o de conocimientos no permite su acceso.



    El buscador trata de comprender, sin la ayuda de la mente intelectual, el principio al que estamos abocados de finitud. Lo emplea para saber de su paso por esta existencia y no caer en la creencia de que dispone de toda la vida, sino que es la vida de la que dispondrá de él y que si emplea el tiempo otorgado,  se dejará impregnar por la fragancia que en sí mismo se haya despertado.