domingo, 14 de junio de 2015

La cárcel emocional.

    Todos nos sentimos libres ¿pero es así del todo?
    Quizás no tengamos barrotes que nos aprisionen, pero el mundo interior con el que cargamos puede convertirse en un lastre difícil de soltar. Es curioso ver cómo teniendo las necesidades cubiertas ese bienestar que tanto anhelamos se puede ver distorsionado por factores emocionales del que no tenemos ningún tipo de control.
    Se va forjando en todos nosotros una estructura basado en creencias, en sentimientos, puntos de vista..., en suma, todo un arsenal que paradójicamente no nos orienta hacia nuestro favor. El nudo de emociones que llega a forjarse nos termina por aprisionar dejándonos incapacitados para recibir el más mínimo disfrute. Entonces buscamos la escapatoria, los placeres que puede reportarnos un mundo externo al que emigramos dejando de lado un territorio interior aún sin explorar. Nos saciamos por instantes, pero de nuevo, como una sombra, nos engulle una insatisfacción que parece no tener fin.
    Somos prisioneros de nosotros mismos. Quedamos atrapados en nuestra propia red de conceptos y no logramos vislumbrar un destello de libertad que nos libere de nuestra percepción truncada de la felicidad. La mente se vuelve ama en una mansión de la que desconocemos todos sus recovecos. Ordena y manda y quedamos a su merced, pues su poder hipnotizador acaba por someter nuestros estados de ánimo. Somos esclavos pero no de un dueño externo, sino de nuestra propia cadena mental. El grillete se va solidificando a través de los pensamientos que acaban por anular una soberanía de nuestro yo desfragmentado. Quedamos en tierra de nadie y desde ahí buscamos una orientación.
    Las emociones cogen pulsión y convierten las tranquilas aguas en remolinos, la calma en tempestad. Puede llegar a sobrepasarnos, pues presos de una prisión de la que no podemos huir, la sensación de impotencia o de cómo proceder sabiamente queda en una mera intención. Pasamos de la alegría al abatimiento, de la risa al llanto, del bienestar al malestar. Surgen recuerdos, memorias cristalizadas, acciones por realizar, traumas por curar, heridas abiertas por cerrar. Toda la emoción se pone al servicio de un conflicto interior del que apenas somos capaces de recordar cómo se originó, y del que sin darnos cuenta estamos sumidos sin poder asomar la cabeza para respirar.

    Los ojos miran, pero no ven, pues toda la atención está desviada hacia los adentros, pero no como atención plena o consciencia mental, sino como una manera de rumiar una y otra vez surcos repetitivos de pensamientos. El ego está oculto, se maneja bien a nuestras espaldas. Va creciendo a medida que escuchamos su argumento sin tener en cuenta su identidad, su falsedad, su informe no ajustado a una realidad que acaba solapada por nuestra discapacidad de estar en apertura a la situación presente.
    Los momentos así son horizontales. Uno deja paso a otro pero en el mismo nivel. Es como estar en un cochecito para niños donde se le echa monedas; parece que se mueve pero no avanza. La saturación de emociones negativas convierte el espacio mental en una prisión muy sutil, donde las energías se van perdiendo en atender a cada una de ellas de manera personal.
    El ego no ve fin a todo ello. Nunca ve colmado esa ambición, por ello debemos dejar pasar otra manera de manifestar lo que consideramos que somos. Luchar con la mente puede dejarnos agotados. Se las arreglará para sacar un nuevo tema en el cual dejar ver todas las miserias. Es nuestra identificación lo que promueve su propia existencia de su lado menos constructivo y desde una consciencia que debemos despertar a cada instante, se convierte más fácil el acceso a un punto más elevado donde divisar esas corrientes submarinas en el estamos tan fácilmente atrapados.
    Voluntad y firme determinación es fundamental para no dejarnos aprisionar por la cárcel emocional. La observación sin reaccionar permite ir ganando terreno a las energías que tan mal aprovechamos en atender algo que aunque surge en nosotros; no nos pertenece. Todo es un ciclo con su propio dinamismo; obsérvalo. A la noche le sigue el día y viceversa. Querer mantener un estado de ánimo perenne es caer en una frustración, porque no existe nada que no esté bajo la ley de lo transitorio. ¿Entonces? Hay que saltar de la dualidad para que no nos arrastre de la manera en que nos condiciona y somete. Hay que observar y dejar pasar, y así entonces ganar terreno a nuestra parte doliente emocional. Las emociones viven de nosotros, no nosotros de ellas. Podemos dejarlas pasar y que estén un rato, pero no estamos obligados a cederles una habitación para que hagan noche. Si están que sea hasta que se cansen y se vayan por sí mismas, sin nuestra implicación, sin que por nuestra parte las atendamos, porque entonces así es cuando ganan poder en nosotros.


    La libertad interior no es ausencia de toda clase de fricción, malestar o sensaciones ingratas. Es la observación que se adelanta para no quedar atrapados y poder tener una visión más nítida al respecto, sin caer presa, sin vender nuestro bienestar a una parte de nosotros, que sin saber por qué, confabula para que nos seamos plenos como realmente merecemos.











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