martes, 4 de agosto de 2015

La virtud de la insignificancia.

    En el afán del hombre, el ¨significado¨ procura rellenar el sentimiento de vacío que puede llegar a producirse en él. La evolución es una cualidad existencial y es noble buscar el mejoramiento y avanzar en los grados que propone la vida, ya que el potencial de un individuo es profundamente desconocido.
    Pero, y más en estos tiempos, la persona proclama y crea a su alrededor una vida que no le corresponde, que desearía pero no le pertenece, que rechaza su sencillez porque da valor a las apariencias. Entonces en la búsqueda de lo extraordinario el sujeto se convierte en ordinario, porque se sumerge en el arroyo colectivo que espera, mediante su empuje, ser llevado a un lugar en exclusiva.
    Puede darle la compulsión de aparentar, de fingir que todo va bien cuando en el fondo hay malestar, de querer transmitir lo maravilloso que es todo cuando a lo mejor quedan restos de miseria.
    La insignificancia no es carencia de sentido, no es conformismo ni rechazo a mejoras, no es apatía, desilusión, pereza, holgazanería, resentimiento ni derrotismo. La insignificancia, si jugamos con la palabra, podíamos conjugar: ¨significancia intrínseca¨, es decir, significado propio, esencial y natural.
    Esa insignificancia -en apariencia- es el valor cualitativo que subyace sin la necesidad de ser reconocido por nadie. Desde pequeños nos educan para que seamos ¨hombres de provecho¨, que lleguemos a lo más alto y que alcancemos prestigio. Es como tomar el relevo de otras personas adultas que no lo han conseguido, y con ello, cumplir una meta que en muchos de los casos no nos pertenece.

    El significado de una persona cuando se convierte en escaparate se torna como un adorno, una máscara y una pose de la que no se puede deshacer. La felicidad podrá ser fingida pero al final es una demanda de ser considerados, tomados en cuenta y ubicar un espacio único dentro de la multitud. Ese espacio único ya se crea en el centro de tu ser, sólo hay que reconocerlo. Tu propia individualidad es irreemplazable, no hay dos copias, la existencia no tiene pensado volver a repetirte. Entonces ¿por qué esa carrera para llegar a ninguna parte?
    Está bien prosperar, avanzar, evolucionar y querer ser mejores de una versión nuestra de la que no nos conformamos. Es lícito descubrir nuestro potencial, ver nuestras limitaciones y mejorar nuestros aspectos, tanto internos como externos. Pero ¿por qué ese rechazo a ser común? Es como si nuestro ego nos dijese: << Tú vales mucho más que todos ellos>>. Es como si las voces de todo el mundo se reunieran en nuestra cabeza para decirnos: << ¿Es que te vas a quedar ahí parado, sin hacer nada?>>.
    Al final un individuo puede quedar enajenado en la búsqueda de un posicionamiento que hable de él hacia los demás, que sirva de portavoz y resuma en un momento su valía sin necesidad de dar más explicaciones. Pero si nos fijamos en la naturaleza, vemos que es mucho más sabia. Nadie compite con nadie. Un árbol no lucha por ser un pájaro ni viceversa; una rosa no exhala su aroma dependiendo de quién la perciba. Rigen sus propias leyes pero no verás agitación ansiógena en nada, tan sólo una profunda aceptación de lo que es y que permite la fluidez continua.
    Cada participante en la naturaleza está a gusto siendo lo que es, disfrutando de su momento y adaptándose a los cambios que ofrece el curso natural de los acontecimientos. Pero para el hombre un hormiga no tiene significado, por eso la pisa, siente su poder sobre ella. Un árbol quiere alcanzar las estrellas, por eso asciende hacia arriba, pero no abandona nunca sus raíces. Hasta donde llegue lo habrá disfrutado. Todos los seres humanos quieren alcanzar la cima de la montaña, pero no existe espacio para todos, de hecho muchos quedarán a medio camino y nadie les advierte de la posible frustración que puedan sentir. Es el precio de no alcanzar la proyección de lo extraordinario y verse empujado y forzado a fundirse en el colectivo donde nadie destaca de nadie.


    Pero cuando una persona decide ser insignificante -en el contexto que estamos empleando-, no significa que no quiera arriesgar por miedo, que no se atreva a dar ningún paso, sino que siente una gran liberación, de hecho observa cómo unos se van pisando a otros para subir a esa cima en el que él está ausente de participar. Se vuelve un don nadie, se sumerge en el anonimato, pero eso le convierte en extraordinario para sí mismo. Escala su propia cima, se eleva sobre sí mismo, y trata de conquistar lo que nadie le puede sustraer. Ve en la sencillez su modo de expresar, sin galones, sin sofisticación, sin un repertorio de todo lo anteriormente conquistado para mostrar. La sencillez le permite ser como es en este momento.
    Pero el ego necesita alimento para reforzarse, retos para existir. Y la persona común no evita el reto, no se esconde, lo vive y experimenta con consciencia, pero no se descentra, no se abandona a sí misma y más que un reto donde sólo predomina un resultado, trata de verlo como un juego que debe ser curioseado.
    El sentimiento de la insignificancia es un gran ejercicio para nuestra vanidad. Es observar que en nuestra ausencia las cosas siguen existiendo, siguen su curso, que la existencia no se detiene hasta que nos decidamos a reconocerla o no. La existencia te invita a participar a cada momento, pero extraviados en lo que podemos obtener en otro, rechazamos dicha invitación.
    La insignificancia es reconocer que somos una parte del todo. Que estar a la espera de la llegada de lo extraordinario empaña la visión, porque esa misma cualidad se encuentra en lo ordinario, en el alrededor, en la brisa que roza tu cara. Hay belleza en lo común, en lo corriente, en el simplemente ¨estar¨. Toda fricción por querer forzar algo por compulsividad es ruidoso, agitado, ampuloso, antinatural. Todo ello genera una lucha con uno mismo y todo lo que le envuelve; se deja de formar parte del todo para convertirse en una pequeña isla. La lucha es tensión, rudeza y siempre está viendo amenaza en ver perdida su valía. Cuando hay relajación se atribuye siempre a derrota, debilidad y falta de valentía. Pero era Lao Tse, el padre del Tao, quien nos instaba a reconocer que la aparente fragilidad de un lirio era fortaleza, y que la robustez de un roble puede ser fragilidad porque entran de lleno en los contextos. En los contextos es donde se pone a prueba las etiquetas que otorgamos a las cosas. Si llega un vendaval, el lirio se pliega y resiste, sin agarrarse a nada que no sea él mismo. El roble está rígido, estático -cualidades del miedo- y puede quebrar con facilidad sin posibilidad de ser reconstruido. La robustez que imponía y despertaba tanta admiración no sirvió ante la llegada del vendaval, y en cambio el lirio, sin llamar la atención pudo ser flexible, agacharse sin sentirse humillado por bajar la cabeza y volver a resurgir con total esplendor.

    La insignificancia es significado total pero en otra dimensión. Si buscamos ser insignificantes a la espera de que nos lo reconozcan, estaremos en el mismo juego. Es más que una actitud, es un reconocer la banalidad, la futilidad de ciertas cosas que, al fin y al cabo, nunca nos llegarán a trasformar.
    Por ello, la virtud de la insignificancia es la comprensión profunda de nuestra verdadera esencia, lejos de los parámetros que impone esta sociedad en la que se determina nuestro valor en la apariencia que logramos hacer llegar a los demás.

    En la búsqueda de uno mismo, la insignificancia no es un término negativo, sino la ausencia de capas que creemos que configuran nuestro significado.
































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