domingo, 31 de julio de 2016

La angustia existencial.

A veces la existencia parece convertirse en un teatro donde uno no sabe qué función tiene que representar. Lo que entendemos por vida, va cogiendo forma de embudo hasta dejarnos aprisionados por completo. Es ésta una sensación de angustia interior donde el mismo hecho de existir ubicados en un plano vivencial sin capacidad de elección o escapatoria, despierta en el sujeto una ansiedad indescriptible donde un argumento racional no dispone de su propio renglón para ser depositado.

    Entonces no hay un foco, un objeto o un síntoma en sí al cual atajar la displacentera sensación angustiosa. Es el propio hecho de existir, el simplemente sabernos vivos junto al misterioso juego de la vida lo que puede llegar a despertar autentico pavor en quien lo experimenta. Es cuando el propio océano que da de respirar al pez, se convierte en una angosta pecera de la cual toma abrupta consciencia.

    La mente parece llegar a un límite en el que parece toparse con un muro que no puede derribar para ver qué hay más allá. Es el bloque de lo ignoto, la configuración de lo incognoscible. Pero la desazón que le despierta ¨conectar¨ con esa realidad subyacente, y no aparente, hace que su ser se constriña y aleje del núcleo que permite emanar la vida. Esa diferenciación y separatividad fragmenta la integración del individuo. Su ser se vuelve pedazos, su esencia se diluye entre el polvo de sus propios escombros. Ya no hay capacidad de asirse.

    Cuando se experimenta la angustia existencial, la vida ya no es sólo misteriosa y enigmática, sino que despierta miedo y parálisis. Es como si por momentos fugaces pero muy intensos, pudiéramos asomar la cabeza hacia algo más real de lo que entendemos como tal. Es la sensación de caída libre hacia lo más abismal de uno mismo, y en donde la percepción común ya no nos sirve para poder agarrarnos.

    Lo que hasta ahora entendíamos por vida se convierte en una gran mentira. La realidad pierde consistencia, el envoltorio empieza a romperse y ante nuestros ojos parece que la película en la que estamos inmersos fuese a dar los créditos finales. Se percibe una falsedad sobre lo constituido, una puerta entreabierta hacia una realidad desconocida pero que está ahí, pero sin una sustentación que pueda ser verificable.

    Quien percibe también nos da la espalda, el yo se inmola, se ausenta, se desvanece sin que podamos acogernos a nuestra identidad como vía de fiabilidad. La existencia entonces nos mantiene secuestrados en una dimensión en el que parece que detectamos sus márgenes divisando un límite que no podemos traspasar. Entonces el sinsentido lo percibimos como agresivo, golpea la cognición, destruye el raciocinio, aterra con su sola presencia y desbanca cualquier intento de acceder a la ¨normalidad¨.

    La conciencia parece desprogramarse y desajustarse; no encuentra la salida del backstage al que ha accedido y se genera la sensación de cortocircuito. Las preguntas golpean. ¿Y ya está? ¿Esto es todo? ¿Es que no hay más? Y en ese cuestionamiento la percepción irrumpe como un cataclismo sobre uno.

    Es como querer traspasar una puerta prohibida, conocer de primera mano el misterio en el que estamos incluidos, todo ello sin una autorización, como si la existencia nos dijese: ¨¡Ah no! Tú no, no vas a llegar a donde no ha llegado nadie¨, y se nos devolviera a la antesala, a la función donde estamos obligados a representar nuestro papel. Al percibir la totalidad de ese modo, todas las estructuras egóicas se desintegran, el yo que conocemos se derrite, y el ser que creemos sentir pierde su puesto dejándolo hueco y ausente.La zozobra nos abraza, nos envuelve en ese saber que algún día alcanzaremos la finitud.

    Entre nosotros y la realidad parece haber una pantalla proyectando una película de la que no podemos salir. La interrogante aplasta como un devastador tornado que pasa por nosotros llevándose consigo aquello que parecía consistente.

    Pero una vez pasa el ciclón, comienza de nuevo el reajuste, la construcción de nuevo de uno mismo conllevando una integración en esta dimensión de vida. La angustia, que parece inacabable e infinita, debe ir dejando paso a algo más allá que una experiencia aterradora. Puede ser fácil caer en lo banal, en los entretenimientos, en realizar más actividades e incluso en las adicciones. Al principio parecerán calmantes que nos sacan del infierno que parecemos estar viviendo, pero al final no habrán sido sino que escapes fugaces para no enfrentar la inquietud de saber quiénes somos y qué sentido tiene todo esto.

    Entonces hay que regresar de nuevo, volver de ese viaje sin brújula que es la angustia, incorporarnos después de habernos asomado al abismo que trató de engullirnos. Necesitamos divisar de nuevo la orilla en mitad del océano, reconstruir lo que parece haberse disuelto. La angustia que no  todo el mundo percibe ni experimenta, deber ser una motivación y darle un carácter transformativo. No podemos quedarnos indemnes observando nuestro interior fragmentado, no podemos dejar caer en terreno fértil el sentimiento de tan angosta dimensión.

    Sobre el mismo debe florecer otro tipo de comprensión, de entendimiento, de sensibilidad. El yo del que parece habernos quedado huérfanos debe volver a cimentarse pero desde otro enfoque, otra óptica, otra manera de sostenerse, ya que el ego, la identidad permanente que creemos ser, la identificación del yo que parecía ser invencible, no nos ha servido de nada. Se esfumó, se desvaneció entre la neblina de la confusión. No pudimos agarrarnos a él como una rama fiable; quebró, y con él se despedazó todo lo que parecía que creíamos que daba sentido. Entonces más allá de las apariencias comenzamos a denotar lo insustancial, lo impermanente de los fenómenos (incluida dicha angustia), la ausencia de una yoidad fiable, la percepción de que nuestra identidad no es fija e inamovible, sino transitoria e inconsistente.

    En esa especie de ¨nadas¨, de vacuidad que nos disuelve, debemos empezar a rellenarlo con nuestro sentido. Las interrogantes deben dejar paso a las exclamaciones, la angustia a la relajación, la incertidumbre de no saber a bucear en el mar de lo misterioso. Podemos llegar a sentirnos afortunados habiendo cruzado la angustia existencial (difícil de creer ¿verdad?) porque nuestra visión del Todo se ha ensanchado, ha ido más allá de la panorámica corriente y ha atravesado la cortina de lo común.

    Entonces comienza una reconciliación, incluso un estado de profunda gratitud. Comenzamos de nuevo a amigar con aquello que nos producía enemistad, comenzamos a asentarnos con aquello que nos provocaba desestabilización. Entonces todo lo que te envuelve y rodea comienza a recibirte, vuelves a abrirte a ello. Ya no eres un extraño en este escenario de obras inconclusas que es la vida, la existencia te acoge como el hijo pródigo que quiso aventurarse y echar la mirada más allá. Pero la existencia no hace concesiones y te limita el paso (eso parece) para no saber más de la cuenta. Entonces recibes la invitación para vivir el misterio, no para resolverlo; para adentrarte en lo desconocido sin cargar con tantas preguntas, viviendo y viviéndote, y entonces la vida se regocija ante tu presencia, los pájaros cantan más fuerte, los árboles te reconocen al pasar y asientan.

    Este nuevo renacer da paso a otro enfoque, quizás menos negativo para entendernos, pero tuvimos que atravesar el túnel. Ya no se trata de ¨adónde vamos¨ o ¨de dónde venimos¨, sino quiénes somos en este momento. Lo metafísico se echa a un lado para que podamos zambullirnos en la corriente de lo común, apreciando la sencillez, lo cotidiano, haciendo de lo más pequeño lo más grandioso, y con ello, accediendo de nuevo a integrarnos a la vida que no es sin que seamos, fundiéndonos en un fuerte abrazo sin límites y agradecido.

    La angustia deja paso a un florecimiento de realización, donde uno vuelve a coger las riendas para confiar en la existencia en completa apertura y con un especial tipo de agradecimiento que vibra en lo más profundo de nuestro interior.







 

sábado, 25 de junio de 2016

Ramiro, un compañero en la Búsqueda.

MIS ALUMNOS, MIS AMIGOS ESPIRITUALES, MIS MAESTROS
Han pasado quinientos mil alumnos por el centro de yoga SHADAK. Quinientos mil amigos espirituales. Quinientas mil personas en el anhelo por mejorar. Medio millón de practicantes con los que he meditado, he indagado espiritualmente, he compartido inquietudes y sentimientos de plenitud. Mantengo con ellos comunicación siempre que lo desean, sé de ellos y ellos saben de mí, formamos una sinergia fraterna. A menudo me escriben para alentarme, demostrarme su cariño, hablarme sobre su evolución y autodesarrollo. Y hoy he recibido el mail de mi buen amigo y alumno desde hace muchos años Raúl Santos, escritor inspirado y sugerente, rastreador de las realidades que se ocultan tras las apariencias, alma grande. Quiero compartir con vosotros este mail, porque es un canto a la amistad sincera y profunda, porque es la evidencia de que el el alumno es maestro y el maestro es alumno, de la misma manera que la madre hace al hijo pero también el hijo hace a la madre. Gracias, Raúl, por tu sentido testimonio. Sigue meditando, sigue escribiendo y sigue siendo la fenomenal persona que eres.
¨Ramiro, un compañero en la Búsqueda¨.
Aún recuerdo aquel libro que me llamó tanto la atención... ¨El arte de la paciencia¨. ¡Por fin alguien hablaba de una virtud tan importantísima y de la que parece no tener cabida en este mundo tan competitivo!
Y así comenzó una relación en unos años de desorientación, de no saber por dónde agarrar el anhelo incesante de saber, de rastrear algo que uno sólo intuye, de buscar una respuesta a una pregunta que ni tan siquiera se ha formulado.
Y empiezan a caer más libros en mis manos... Empiezo a leer palabras como yoga, meditación..., empiezo a saborear enfoques acertados y comienza a golpear en mí una verdad que resuena por dentro y que parece acoplarse por su reconocida familiaridad que no puedo evitar experimentar. Se abre una brecha en mitad de la oscuridad, una brújula en la desorientación de un desierto que pocos saben descifrar.
Entonces intento practicar en casa, noto pequeños despertares, me planteo apuntarme a sus clases. Y un caluroso día da la casualidad que me encuentro con Ramiro en la zona de libros de una famosa tienda de Madrid. Antes de pensar, reacciono y le saludo, él me sonríe y da la mano. ¨¡Me sonríe!"¨, digo para mis adentros. Al fin y al cabo, le pueda gustar más o menos, Ramiro es conocido, y no es fácil encontrar amabilidad y cercanía de esa manera.
A los pocos meses me apunto a sus clases. Al entrar al centro de yoga le vuelvo a encontrar, como uno más, inmerso en sus alumnos, sin escapar, sin dejar distancia. Vuelvo a saludarle, vuelve a sonreírme. Y así llevo practicando yoga a día de hoy ocho años. Cayendo en querer ser más flexible, en querer alcanzar eso que llaman ¨Iluminación¨, pero de nuevo uno regresa al punto de partida en el yoga soltando el alcanzar y queriendo más estar.
Con el tiempo,y sin forzar,surge una relación de amistad con Ramiro. Llegan las ruedas de preguntas en clase, le tengo frente a mí. ¡Tanto que preguntar! ¡Tanto que sondear! A uno le gustaría tenerle en exclusiva, llevarle con uno y preguntarle constantemente: ¿Qué hago, muestro firmeza en esta situación o mantengo la ecuanimidad?
Y van llegando las preguntas y van golpeando sus respuestas. Uno intenta desnudarse en clase, incluso delante de los compañeros, para que se pueda generar una cirugía interna y transformativa. Y comienzan a crearse las inquietudes más espirituales, las preguntas que no son fáciles de formular porque en el momento en que empiezan a pronunciarse pierden de su grado experiencial. Es difícil explicar la angustia existencial, las experiencias de despersonalización, la desrealidad de la madrugada, la ansiedad de simplemente verse vivo en este decorado existencial. A uno le cuesta plantear estas preguntas, quizás por no sentirse incomprendido, quizás por no desvirtuar la clase, quizás porque uno cree que sólo le pasa a él. Pero Ramiro conoce esos túneles, esas angostas dimensiones que ofrece la existencia. Con su mirada profunda dice que te entiende, que sabe por lo que estás pasando, que no hay de lo que preocuparse, que es el denominador común del anhelo místico que sentimos los buscadores.
No hay nada que pague esa comprensión, ese pequeño mapa en el tránsito cósmico que nos envuelve con un tipo de soledad imposible de descifrar. Pero no, no quiero tildarle de maestro, no quiero que sea mi gurú. Además eso a él le ofende, le relaciona con lo que tanto denuncia en el mercado espiritual. ¡Claro que le agarraría de las barbas y le exigiría que me explicara todo, que me desentrañara todos los misterios que alimentan mi interrogante espiritual! Pero no puedo cargarle con la responsabilidad de hacer mi trabajo interior. Es cada uno su propio maestro y su propio discípulo, como tanto nos repite.
Por eso es mi amigo, la persona que hizo que descubriese que existe la esperanza a través del yoga y la espiritualidad de transformarse y dar a la vida un sentido más noble, también me incitó que al leerle yo también escribiera, que algún día cumpliera el sueño de entrevistarle, que pueda intercambiar mails y sobre todo, ser un compañero en esta trayectoria que llamamos vida.
Gracias Ramiro
Raúl Santos Caballero.

miércoles, 15 de junio de 2016

El cariño.

El cariño es una energía muy poderosa que se genera y se transmite a través de seres vivos. Es calidez, reconfortamiento, alimento del alma. Es la dimensión refinada del amor.

    Se genera en la cercanía, en la proximidad, pero también se puede reconocer en la lejanía, en la distancia, porque su poder es palpable y familiar. El cariño es la dosificación de un amor expansivo llevado a la práctica. Convierte cualquier tipo de relación, o interactuación, en una atmósfera agradable y acogedora.

    Es una esfera donde no gobiernan las emociones negativas o los sentimientos generados por el odio o el rencor. Nace de la claridad mental y de un corazón distendido y no contraído. Es la comunicación de seres más elocuente, donde su profundidad alcanza grados de comprensión lejos de razonamientos y lógicas aplastantes.

    En ausencia de cariño se marchita el espíritu, el mundo deja de ser un hogar y la desconfianza puede comenzar a brotar. El cariño es la lumbre que derrite el frío constante al relacionarnos, propulsa el ánimo y enciende un sentimiento de unicidad que elimina asperezas y roces. Es la primera comunicación directa de una madre con su hijo, la manera de entenderse una enfermera con sus pacientes, el empuje de un maestro para transmitir a sus alumnos, los signos de muestra de un animal con su dueño, la energía que siente una planta al ser regada con cariño.

    El cariño es la señal de sentirnos queridos y considerados noble y sanamente. Se evapora el temor, se esfuman los miedos. En darlo ya lo estamos recibiendo, siempre y cuando sea de corazón y no por exposición, porque nos colma, nos satura de una cualidad especial en donde dejamos a un lado las diferencias para fundirnos en un plano emocional que nos completa e integra.

    El cariño encuentra muchas vías para manifestarse. Desde el afecto, la caricia, un silencio expresivo o un inminente abrazo. Pero ni todo el mundo está preparado para mostrarlo, ni todo el mundo está capacitado para recibirlo. En el momento en que transmitimos cariño el mundo se detiene, la mente se silencia y erupciona dentro de nosotros una rebosante sensación de plenitud que queremos hacer llegar y compartir.

    En la entrega de cariño no todo son gestos afectuosos, también hay cabida para las restricciones, las negativas y las muestras de firmeza con carácter constructivo, porque a veces es el canal en el que podemos hacer llegar un cariño arropado de vestiduras que reconduzcan una situación.

    Mostrar cariño no es signo de debilidad, como tampoco lo es saber reconocerlo y valorarlo. El cariño mostrado es una extensión de nuestro bienestar emocional, una irradiación de nuestra esencia más cercana y benévola, la propagación de una llama de nuestra hoguera interior. Si nuestro corazón está cristalizado, no somos ni huésped ni anfitrión del cariño. Si estamos acorazados de miedo y temor, no estamos capacitados para abrir nuestros brazos, y menos aún, recibir o dar un abrazo.

    El cariño debería de ser nuestro principal lenguaje a la hora de entendernos con nuestro entorno. En lo que decimos, las maneras, los gestos... Todo puede estar rociado de cariño, endulzado de esta cualidad que no tiene mayor misterio que el de transmitir lo mejor de nosotros a todo ser y criatura que, al igual que nosotros, desea y anhela sentirse querido, añorado y envuelto bajo el manto del cariño.

    Pero el cariño antes de esparcirse debe comenzar en nosotros mismos. Debe primero traspasar la frontera de nuestra individualidad para después propagarse hacia el resto. Si sólo proyectamos cariño hacia los demás pero no somos capaces de generarlo hacia nosotros, es un cariño de escaparate, es un jardín fuera de un hogar al que no llega el aroma, es no ser capaces de dar primero un cariño a lo más cercano de uno mismo.

    Por ello, el cariño, nace no sólo de cierta sensibilidad o quizás un grado de ñoñería, nace de un conocimiento de sí, de una experimentación en donde la cualidad de amar se fracciona para convertir en tangible la calidez que emanamos y que queremos que recaiga en los demás. Nace de un sentimiento rebosante que no se desgasta cuanto más lo demos, pues en nuestra interioridad equilibrada su energía nos inunda y salpica casi sin proponérnoslo en cualquier situación, acercamiento, relación o momento.

    Sin cariño cualquier gesto incluso de la vida cotidiana se realiza desde la desgana, la desidia y la dejadez. Con cariño todo se torna más unidireccional, todo se concentra en una mayor atención que se retroalimenta en la propia satisfacción que se genera de manera natural al propiciarse de manera genuina.

    Hay personas que dicen amar a todo el planeta y sus seres y al universo, pero no muestran el más mínimo cariño al que está a su lado. El cariño es amor menos enaltecido pero en cambio más presto y solícito. El cariño es amor en busca de menos reconocimiento pero en cambio adereza un instante fugaz. Es la vía humilde en la que se propaga la capacidad de querer y amar sin la búsqueda de lo que por ello se nos pueda recompensar.

    Hagamos del cariño un aroma que incite a ser exhalado, una fuerza arrolladora pero canalizada en cada ejecución que realicemos empleando la consciencia. Sin cariño el mundo tiende a quedarse en blanco y negro, a enfriarse, a oscurecerse una parte del mismo. Si en nuestro mundo de cada uno el cariño tiende a expandirse, estaremos creando una parte del mismo que rocía con su calor la pequeña parte proporcional de la que somos dueños en este planeta.

    Antes de que se produzca el gesto, el cariño debe emerger en uno mismo, y para ello, nada mejor que aportar luz en nuestras consciencias para disipar la oscuridad que tanto se puede mantener dentro de nosotros y que no permite reconocer la cálida cualidad del cariño que nos pertenece, y del que somos responsables de mantener y alimentar constantemente.


    El cariño debe ser un florecimiento al que regar constantemente, una lluvia que lanza la nube ya cargada que no puede evitar mantener un minuto más, unos rayos de sol que se propagan sin la espera de ser devueltos y en donde en el ser humano genera un espíritu más cordial que, a través de su sola presencia, invita a todo lo que esté a su alrededor a disfrutar de esa fuente inagotable que genera el cariño.
 








lunes, 16 de mayo de 2016

Entre cartones.

                                    Presentamos la novela ¨Entre cartones¨.


Editorial Círculo Rojo,  2016.
16,50€

Luis, casado y padre de dos hijas, se ve viviendo en la calle.
Su situación actual deja atrás un pasado donde hacía año y medio fue nombrado  director de un departamento en unos grandes almacenes, emprendiendo así, una nueva etapa asociada a su reciente estatus.
<< ¿Cómo he podido acabar así? >>. Se pregunta una y otra vez.
Luis ya no puede regresar a su hogar; no hasta que reúna todas las respuestas a lo sucedido; no hasta que logre esclarecer los hechos que le han empujado a quedarse en la intemperie.
La vida en la calle le irá ofreciendo una cruda realidad que compartirá con el resto de personas que, como él, se encuentran en su mismo estado de mendicidad.
El tiempo que transcurre lejos de su casa le servirá para reflexionar, para echar de menos a los suyos, para valorar lo que ha perdido, y para conocer a un vagabundo misterioso que aparece y desaparece, que ofrece comida al resto de mendigos a cambio de ser servido, desprendiendo en sí mismo una enigmática personalidad que le descolocará por completo.
Félix, el misterioso vagabundo, instará al resto de indigentes a que cojan las riendas de sus vidas, mientras el clima de miedo se va apoderando de ellos por la muerte de varios compañeros a manos de un asesino que no consiguen descubrir.
Luis, en su nueva circunstancia no deseada, tratará de aclarar dudas y crear el argumento necesario que le facilite la posibilidad de iniciar la vuelta a su hogar, y así, estar de nuevo con su familia, todo en una atmósfera de fluctuaciones, vacilaciones y temor por ser atacado como al resto de los vagabundos, mientras su vida se va sucediendo entre cartones.



Booktrailer







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raulyogos@gmail.com







jueves, 21 de abril de 2016

La necesidad de conflicto.

En las relaciones humanas parece ser el conflicto una dimensión que se mantiene presente. En su latencia todo va bien, todo fluye y es armónico, pero en su despereza todo se desencaja, todo chirría y nada parece volver a reajustarse.

    El conflicto puede surgir al cruzarse intereses, al chocar puntos de vista dispares, pareceres antagónicos. Es su esfera un marco que representa división, lejanía en las personas, el inicio de confrontaciones. El conflicto puede perdurar o ser puntual, reconciliable o incurable, ser pasajero o permanente.

    Todos tenemos y pasamos por conflictos. No sólo entran en juego los que se reproducen en el marco externo, también están los conflictos internos, los desgarros de dentro. Pero la inclinación al conflicto es algo que merece indagación.

    Hay personas que tienden a agarrarse al fuego antes que esperar a que se apague, y así, la vida se consume en una fuente inagotable de insatisfacción de la que no se es consciente. La externalización en conflictos exteriores no es más que la celebración del conflicto que se mantiene dentro. A veces es inevitable caer en un conflicto, en una discusión, pero otras se torna como una válvula de escape para sacar el malestar de dentro.

    El conflicto externo es la representación teatral de la función escenificada de los adentros, que surge de una retroalimentación de dolor y miedo. Toda la carga de confusión, de sufrimiento, de insatisfacción, de baja estima, entre otras, son las anillas que se tiran cuando provienen circunstancias adversas del exterior. Entonces estalla la bomba de dentro y se vierte en las relaciones, en la interactuación con los demás.

    La necesidad de ese conflicto surge cuando nos hemos identificado tanto en ese mecanismo de dolor que parece ser nuestra verdadera identidad. Como una parte más de nuestra personalidad, buscamos alimento en el conflicto para nutrirlo, para mantener viva esa identidad que se ha ido construyendo en nosotros. Entonces la capacidad de estar en perfecta armonía se corrompe, se disuelve, el malestar se sitúa en primera fila y se manifiesta en la conducta, en la contrariedad, en el inconformismo crónico, en la irritabilidad permanente.

    Todo se vuelve motivo de conflicto, todo merece una discusión, nada escapa sin que se mastique con los dientes del remordimiento. Si no hay conflicto, se busca. Si no hay motivos, se encuentran. Se convierte el exterior, las personas, las relaciones, todo, como una gran confabulación orquestada para hacernos desgraciados. Salen las autodefensas, el ego permanente, la guardia siempre mantenida.

    La necesidad no es sólo en cuanto a discutir con alguien, también hay personas con la necesidad de, precisamente lo que más teme, sacarlo a relucir para roer ese cierto malestar, sentir que hay un motivo que le empuja a ello, y autoconvencerse de su desdicha.

    Por no mirar de frente al dolor, al malestar que está sin drenar, el sufrimiento que tanto queremos evadir, todo nos zarandea y nos acaba atrincherando. Lo que más tememos que se repita, acabamos generándolo a través del conflicto. Lo que más queremos tener lejos, más lo acercamos a través de propiciar el conflicto. Al final el dolor se alimenta una y otra vez, y parece que todo se coordina para nuestra fatalidad.

    Primero, el conflicto debe resolverse dentro. Así, la identidad del dolor no se perpetúa a través del conflicto. Se puede sentir dolor al soltar esa parte nuestra a la que tanto nos aferramos, y empero, comenzamos a ser conscientes de lo negativo que resulta mantener su hospedaje en nosotros. Se requiere también bajo esa mirada de autoconocimiento, no hacer responsables al resto de cómo nos sintamos, y neutralizar de ese modo los factores de discordia.

    Cuando el conflicto es crónico como su necesidad de expresarlo, no es más que el reflejo de un tornado que se crea en un océano agitado de dentro. Son personas víctimas de sí mismas, albergando en ellas una naturaleza de crispación que deroga la verdadera esencia de una personalidad solapada por un manto de ofuscación. El conflicto acaba convirtiéndose en adicción; se necesita del mismo para satisfacer el impulso incontrolado de saciarlo. Se crea en uno una parcela destinada a recrearlos, un área de atención al conflicto, para así, disponer de recursos y poder ser resolutivos con ellos dentro del margen de la contraposición.

    Entonces del conflicto ya no se evade, produce en el sujeto una atracción. Todo es una constante disputa, un reproche permanente, una altura a la que nadie está. Toda comunicación es una intransigencia, un ¨como deben ser las cosas¨ en lo que nada encaja.

    Ninguna armonía de fuera va a resolver la inarmonía de dentro. Por ello, el trabajo debe ser interior para deshacer el nudo de lo conflictivo. Debemos rellenar el vacío que se recarga de debates fuera de tono, pérdidas de maneras, chismes continuados, olfateo constante de disputas.

    Resolver esa identidad desgarradora que busca el enfrentamiento para sostenerse, es soltar una parte que ha secuestrado la que mira por la concordia, la ausencia de problemas, la capacidad de acuerdos, y el afán resolutivo. Surge entonces otro tipo de presencia, sujeta en uno, afincada al ser, y no presta a perderse enseguida en el círculo repetitivo del conflicto. Al ir poco a poco desligándonos de esa emanación de constante dolor, sufrimiento y queja, el conflicto carece de atractivo, deja de ser estimulante, y cuando aparece es como un tren que dejamos pasar porque sabemos que en la mayoría de los casos no nos conduce a nada y crean un campo de negatividad en nuestro entorno.

    Eso no significa evadirlos y evitar mostrar la defensa de intereses lícitos en uno, sino determinar la prioridad de que la paz interior y la dicha no deben de alterarse por participar en rencillas que no nos transforman en nada y que nos desgastan por completo.
 








viernes, 25 de marzo de 2016

La respiración.

La respiración es el proceso por el cual, simplemente, estamos vivos. El hecho de respirar nos mantiene conectados con la vida, es el vínculo orgánico, el intercambio de oxígeno, la unión directa de dos realidades: la interna y la externa.

    Su acto puede ser voluntario, podemos intervenir en ella, podemos forzarla, suprimirla, extenderla, ampliarla en diversos ejercicios para obtener una serie de beneficios fisiológicos. Una buena oxigenación repercute positivamente en el organismo como en la calidad de la salud. Pero la respiración es mucho más...

    Al llegar al mundo nos recibe, al dejarlo nos despide, y durante todo el recorrido vivencial nos acompaña sin abandonarnos. Entonces la respiración es una aliada, un testigo fiel de todos los acontecimientos que atravesamos. Pero nuestra percepción olvida el fenómeno de la respiración dejándola como algo subterráneo a nuestra atención, quedando así enterrada ante los sucesos que se van presentando.

    Aun así la respiración no nos ignora. Ella puede estar sin nosotros, pero nosotros no seríamos sin ella. Al dormir nos vamos, pero se mantiene, nos sustenta. Al despertar y regresar continua sin reclamar méritos, sin exigir halagos. A veces irrumpe agitadamente cuando tenemos ansiedad, cuando se activa el miedo. Su ritmo se acentúa y caemos en la cuenta de por qué en ese momento la respiración no puede hacer más para mantener su compás natural.

    Pero la respiración sigue siendo mucho más.
    Es un puente, una aduana que enlaza y nos une con la existencia. Su ir y venir puede intervenir en el proceso mental, como el proceso mental recae sobre su equilibrio. Hay interrelación, hay una simultaneidad entre mente y respiración. A mayor calma mental, más serenidad en la respiración; a mayor control respiratorio, más sosiego y claridad mental.

    Entonces el soporte de la respiración ofrece distintos enfoques. La atención sobre ella puede generar relajación y tranquilidad, pero su observancia crea una gran transformación. ¿Cómo el simple hecho de respirar puede transformar nuestra consciencia? La transformación se genera cuando estamos presentes en la respiración, no sólo influyendo, sino observándola. Cuando percibimos este proceso tan cercano que es respirar, cuando tomamos consciencia de su mecanismo natural siguiendo el ritmo y aceptándolo, simplemente como espectadores arreactivos sin que nos arrastre, entonces surge una atestiguación.

    La respiración ofrece tras su observación captar el surgir y desvanecer, la impermanencia, el cambio constante. Porque no hay dos respiraciones iguales, porque cada respiración tiene su propia gloria y divinidad, porque si perdemos la atención en recordar otra, se verá implicada la mente en sus memorias; si fantaseamos en la respiración que está por llegar, se encontrará la mente enredada en sus ensoñaciones. Si la conciencia se unifica en la respiración de cada momento, la mente se retira, no puede operar a su manera porque todo es tan fugaz que apenas hay espacio para su charloteo.


    Pero observar con plena aceptación, con total relajación, sin enjuiciar, sin tensión, estando atentos a un proceso que nace en nosotros, desembocando en la existencia y viceversa, es desarrollar una visión pura. La respiración se torna soporte meditacional, un anclaje que permite enraizarnos con nuestro ser. Buda desarrolló este tipo de meditación vipassana para traspasar el velo de lo fenoménico. Sin embargo, es en la experiencia de su práctica lo que determina el poder transformativo, el cambio de perspectiva.

    En profundo silencio, la respiración comienza a ser tan sutil que apenas es perceptible. Entonces uno ya no respira, sino que es respirado. Sólo queda la observancia porque incluso ha desaparecido el observador. Entonces eclosiona un tipo de energía que emerge desde dentro.
    La respiración continúa, la vida externa sigue, pero la consciencia se ha esparcido en cada recoveco de nuestro ser. Observar el proceso respirante no es una idea, ni un parecer, es conectar con la línea divisoria que separa dos universos, y que al dejar a un lado la mente discursiva, se produce una comunión imposible de catalogar de manera intelectiva.

    Para la búsqueda del espíritu, la respiración es más que una herramienta para la introspección. Es la puerta entreabierta hacia un misterio que es la existencia en sí misma. Entonces respirar no sólo es un acto natural que se produce, sino el anclaje hacia una dimensión presente. Respirar se convierte en la rama a la que asirnos cuando el arroyo de las circunstancias empuja su fluidez. Respirar se vuelve en el proceso íntimo que entra y sale de nosotros trayendo consigo el mensaje de lo continuo, de lo transitorio que se vuelve todo.

    Sin la respiración sería difícil encontrar la rendija que nos lleva al instante, porque su presencia que detectamos conscientemente es la prueba fiable de que el momento es el que es, mostrándonos su cara, su rostro sin manipular por el pensamiento.

    La respiración siempre va a estar, siempre va a coexistir con la temporalidad, llevándonos paradójicamente y tras su observación, a un estado de consciencia transtemporal.

    Respirar no sólo es un proceso, sino la llave que abre la puerta de acceso hacia la dimensión espiritual de nuestro ser.









martes, 1 de marzo de 2016

La tristeza.

La tristeza es una emoción que se caracteriza por ir generalmente acompañada de melancolía. Cuando la tristeza embarga, ésta nos advierte de un desahogo, pues a veces hay una gran masa de energía concentrada que necesita salir de nuestro interior.

    La tristeza es un estado emocional más, pues al igual que la alegría y la ira, viene y va, nos toma y nos suelta, pero puede generar autoengaños como pensar que somos los que más sufrimos y que los demás deben estar a nuestra disposición para consolarnos. Puede teñir de blanco y negro cualquier evento, impidiendo la capacidad de disfrute y debilitando cierta vitalidad que se encuentra ausente en ese momento.

    Según la medicina tradicional china, el pericardio es la zona donde se reflejan las emociones, y de ahí que sintamos cierta presión en el pecho cuando sale la tristeza de su letargo. Entra dentro de los ciclos vitales; un día te levantas y te encuentras triste, escuchas una canción y te abraza la melancolía, lees una historia y te conmueve. La tristeza tiene su grado de importancia, nos invita al recogimiento y guarda una belleza intrínseca que jamás tendrá la alegría.

    Lo que sucede es que la tristeza está censurada. Es como un artículo de lujo que no nos podemos permitir porque se asocia a un descontento, a un inconformismo, a un abatimiento que nos ciega de ver las cosas buenas. Es como un invitado que apenas puede avanzar más allá de la entrada de la casa. Pero la tristeza es mucho más, siempre y cuando no sea crónica y acerque a estados depresivos, la tristeza guarda su propio embelesamiento.

    Un toque de tristeza puede despertar las miras a la generosidad, puede refinar el espíritu humano, puede ralentizar los pasos cuando el viaje es compulsivo sin saber a dónde. La tristeza tiene su propia cualidad, tiene distintas vías de canalizarse, por eso tiene a su disposición variedad de accesos, diversas antesalas que permiten que la emoción alcance un grado álgido de sentimiento. La música, la poesía, el arte... Todo ello puede despertar a través de la sensibilidad, la melancolía, el triste sentir sobre lo que se percibe, sobre lo que se transmite y logramos captar.


    La tristeza que no es neurótica, continua, que no está adherida al carácter de la persona y no condiciona su calidad de vida psíquica, tiene mucho que ofrecer en su indagación. Normalmente huimos, buscamos entretenimientos para escapar de ella, pero al igual que la soledad, son estados que se dan la mano en el sentido de ser dos dimensiones con puntos en común, siempre que  miremos hacia ellas con visión nítida sin condicionar. Pero al rechazar la tristeza también rechazamos una parte de nosotros que no consideramos digna de pertenecernos.

    Para sentirnos completos no podemos huir de las esferas emocionales que nos asaltan y que, incluso, es necesario profundizar en ellas con el fin de autoconocernos y aprender a relacionarnos con las mismas. La profundidad de la tristeza es una energía distinta a la que nos lleva otras emociones. La alegría, por ejemplo, es más centrífuga, la tristeza, más centrípeta. Por eso nos gira a la introversión, a cierta detención en uno, a un recogimiento hacia los adentros. Es como una resaca que nos arrastra, sin que queramos, de nuestra marea emocional.

    Quizá la tristeza sea un recordatorio puntual que al tomarnos nos recuerda que también hay que sentir a quien siente dentro, que también hay que expresar en lágrimas lo que otra forma de comunicación es insuficiente, y que dicha masa de sentimientos también requiere ser atendida. La tristeza riega la sequedad que a veces se enraíza en nosotros, derrite el frío con el que nos revestimos para protegernos, destruye la armadura en la que nos escondemos para representar una imagen de seguridad hacia el resto.

    Pero cuando la tristeza comienza a querer mantener su presencia, debemos atenta y amablemente despedirla, invitarla a que abandone nuestro hogar interior porque la velada no debe extenderse más. Su visita, o el acceso a ella, ha regado terrenos que parecían fértiles, ha dejado en el ambiente un aroma que tiene su propia fragancia. Una vez se retira la tristeza nos aborda cierta calma, cierta ausencia de impulso, nos embarga una serenidad más asentada porque la tristeza se ha llevado consigo una carga que nos oprimía, que constreñía nuestra alma y asfixiaba nuestro ser.

    La tristeza puede acercarnos hacia más seres, puede destruir barreras egocéntricas, puede traernos el mensaje de lo fútil en una relación inarmoniosa, puede dar sentido cuando no lo encontramos a un hecho. La tristeza es emisaria de que no dejemos las cosas hasta su final, de que el tiempo pasa y que en su ausencia no damos valor a lo que sí deberíamos.

    Abracemos la tristeza sin apegarnos, saboreemos su néctar sin querer eternizarlo, disfrutemos de su presencia sin confundirla con la nuestra. La tristeza es mucho más que un berrinche, es mucho más una aguda angustia melancólica. Es la capacidad de saber relacionarnos con una parte esencial del ser humano, es la belleza de un agudo sentimiento que rocía con sus gotas las hojas marchitadas de nuestro florecimiento.
















sábado, 6 de febrero de 2016

El fenómeno de la transitoriedad.

Todo cambia, todo muda, nada permanece estático. Los ciclos se presentan, las etapas se finalizan y la vida toma un carácter sometido por la ley de lo transitorio. El cambio es lo único permanente en un escenario donde el decorado es reemplazado una y otra vez constantemente.

    La ley de la transitoriedad es inexorable, intrínseca a la existencia misma. En su propio dinamismo se sustenta. Nada queda estático sin estar envuelto bajo el manto de la impermanencia. La transitoriedad encuentra sus márgenes en las dualidades, en los opuestos y en el desarrollo fenoménico. Todo cambia continuamente a nuestro alrededor, pero curiosamente nuestra percepción se niega a comprenderlo, dando por sentado todo aquello que se está continuamente renovando.

    Vivimos acaparados por la idea de lo perdurable, de lo permanente, de querer agarrarnos a lo eterno. Sabemos que el tiempo pasa, pero creemos que tan sólo afecta a los demás. Se nos escapa la comprensión profunda de detectar lo poco perdurable que pueden ser las cosas, haciendo de la vida una imagen retenida, una fotografía que no se altera. Damos por hecho lo que ya de por sí está cambiando.

    Cambian los escenarios, las actividades, las relaciones, los estados de ánimo, las percepciones, las ideas, y así un sinfín de planos y eventualidades. Nosotros ya no somos quienes fuimos, ni somos quienes seremos. Todo muta sin poder controlarlo, al margen de nuestros deseos y voliciones.

    Ahora sentimos una emoción, después otra. El amigo se convierte en enemigo, el enemigo más adelante nos ayuda. Lo que parecía la peor noticia, con el tiempo se convierte en oportunidad. La vida es fluidez, renovación constante. Un dicho de Heráclito reza que nunca te bañarás en el mismo río dos veces. Lo único que se estanca es nuestra percepción, nuestros petrificados ideales, nuestra visión de las cosas que no alcanza el compás ni el ritmo de la melodía existencial.

    Nuestro pensamiento quiere seguridad, un suelo fijo donde aposentarse. Buscamos adherirnos a lo seguro en una esfera de constante mudanza. Todo ello deriva miedo, inseguridad, y un apego rígido hacia todo lo que de por sí tiende a ser modelado. En mitad del arroyo nos agarramos a una rama a punto de quebrar, en vez de manejarnos con las aguas que nos empujan y aprender a reconciliarnos con ellas. La vida golpea contra nosotros y mantenemos una actitud de bloqueo, de sujeción a esa rama que consideramos irrompible. Llegará un momento que, o bien se quiebra la sujeción, o aprendemos a soltar para volver a retomar la fluidez de la que nos habíamos apartado.

    Para la mente, la transitoriedad es un fenómeno que no termina de captar. La mente necesita de lo fijo, de lo inmutable para tener donde adherirse. Necesita de las creencias en determinados patrones y de la proyección según los esquemas en los que se basa. El cambio le frustra, le tambalea, derriba sus cimientos. Lo mudable, lo transitorio, todo ello se desarrolla en el presente y es ahí de donde la mente quiere escapar. Prefiere basarse en lo ya vivido o en lo que está por llegar, porque de esa manera hay un margen para edulcorar las experiencias. El presente es un suelo que se hace añicos a cada instante, por eso la mente y el ego, en él no pueden mantenerse.

    Aceptar el cambio es conectar con un dinamismo que se produce al margen de nuestros favoritismos o de nuestra postura de cómo deben ser las cosas. Es acrecentar nuestra mirada para abarcar todas las posibilidades que ofrece la transitoriedad. Si nada pasara, un dolor de cabeza sería para siempre. La transitoriedad ofrece aprendizaje, desprendimiento a cada instante, muda psíquica. Ofrece la posibilidad de crecer y deprendernos de una parte de nuestra personalidad que no nos ayuda en nuestra evolución. Ofrece el entendimiento correcto de una comprensión más reveladora sobre las fases en las que se desenvuelve la vida.

    Si todo cambia, si todo transita, ¿a qué apegarnos? El desapego permite ligereza en vez de fricción ante las circunstancias dadas. Permite cortar con las ligaduras invisibles que tanto nos esclavizan emocionalmente. Ya puede ser el apego a personas, a placeres, a ideas, etc... Al final lo único que se mantiene es nuestra ligadura creada, y a sus espaldas, se desarrolla el fenómeno cambiante.

    La existencia rige con sus ciclos, invierno/verano, día/noche, y así se van completando los decorados en los que estamos inmersos. Si queremos alcanzar lo eterno no debemos mirar afuera. El tiempo condiciona y rige. Según el controvertido Osho: ¨ La eternidad no es duración en el tiempo, sino profundidad en el momento ¨.

    Ahí debemos investigar para acceder a esa intemporalidad libre de condicionantes. El momento ofrece algo más que una situación que resbala ante nuestros ojos. Encierra en sí mismo el acceso a una dimensión no salpicada por la fluctuación del dinamismo. El acceso es tan estrecho que no entra ni un pensamiento, ni una sola idea, tan sólo un estado de consciencia alerta.

    Si estamos más conscientes penetraremos en una profundidad en la que ninguna sola onda nos agitará, en la que la condición del cambio tenga un acceso restringido, y se pueda presentar así un estado bien distinto del que está regido por el fenómeno de la transitoriedad.








viernes, 8 de enero de 2016

La acción desinteresada.


 Realizar acciones es inevitable en cada ser humano. Toda acción va ligado a un resultado, a veces buscado, y otras, viene dado por la naturaleza intrínseca de la ejecución.

    Existen acciones muy sutiles como puede ser pensar, observar; otras más burdas, como puede ser empujar un coche. Pero en ambas nos identificamos con el ¨hacedor¨. En ese ¨hacer¨ hay voluntad, intención, volición y deseo noble, pero también puede esconder soberbia, codicia, ambición y egoísmo. Con lo cual no sólo interviene la acción y todo lo que lo catapulta, sino la actitud con la que lo realizamos.

    ¿Qué diferencia, pues, puede existir entre la actitud y la acción por hacer?

    Que nos pueden esclavizar, o no, sus resultados.

    Tu corazón late sin que se lo pidas, pero no clama que se lo agradezcas; tu respiración natural no precede a reprochártelo en cara. La acción se vuelve natural. Pero puede surgir el sentimiento de posesión respecto a la acción ¨yo lo hago¨, y sucede entonces que no sólo es lo que pueda derivar esa acción, sino lo que nos apegamos al resultado. Si éste es favorable nos sentimos dichosos; si no lo es, defraudados y frustrados; pero en ambos polos dejamos de lado nuestro núcleo central de ser.

    Es el afán de dar un sentido al acto lo que nos arrastra obsesivamente al resultado. Sería demagogia expresar que cuando realizamos algo no buscamos una obtención, es decir, si bebemos agua queremos eliminar la sed, pero de lo que se trata es de investigar en cómo aflora y repercuten ciertas tendencias individualistas, ególatras y personalistas, referente a lo que nos incita a la hora de realizar una acción.

    Por ello, la acción desinteresada es un gran ejercicio para romper las cadenas del sentimiento de control y posesión. Permite ir derritiendo el mecanismo de ¨hacer¨ por y para algo, y convertir el acto de la acción en una recompensa por sí misma. Pero nuestro lado acumulativo y voraz no termina de entender este término, de hecho, buscará en esta actitud otro tipo de recompensa, quizás el  futuro reconocimiento por parte de los demás de desprenderse de los resultados.

    Se dice que lo importante es participar, pero a veces esta frase llega cuando no se ha conquistado el primer puesto. Antes lo que se escuchaba es ¨¡Tú puedes!¨, ¨¡No has llegado hasta aquí para nada!¨, ¨¡No nos puedes defraudar!¨. ¿Está mal alcanzar o luchar por un primer puesto o lograr el pódium? Igualmente entra de lleno la actitud desprendida hacia los resultados. Puedes quedar primero, valorarlo, no sentirte superior y olvidarte, y puedes quedar el último y generar rencor y culpar a todos los demás de tu derrota. El mendigo puede ser rico y el monarca puede ser pobre.

    Pero mucha parte de ese sentimiento interior de falta de estar completados surge cuando hemos alcanzado una meta, o se crea el miedo a perder algo cuando lo hemos obtenido, por falta de consciencia en su desarrollo y tener en todo momento las miras puestas en la conclusión final del acto. Entonces el ¨hacer¨ es una negociación, pierde su totalidad y entorpece la transformación de la persona. Sólo consigue acumular y acumular actos sin penetrar en una verdadera riqueza que no es la que puede estar por llegar, sino la que viene ligada por el simple placer y disfrute de hacerlo.

    En el yoga esta vía de emplear los actos como entrenamiento y acrecentamiento de la consciencia se le denomina ¨Karma yoga¨. Entonces no sólo hay que retirarse a contemplar o refugiarnos en la soledad del silencio, sino que la vida de cada día, lo cotidiano, todo ello, es un banco en movimiento de meditación.

    La acción y el hacedor se vuelven uno; la expectativa y la conclusión final se funden sin oscilar en extremos de pérdida o ganancia. Por lo tanto, cualquier acto de la vida diaria puede convertirse en soporte meditacional, en transformación espiritual, porque abocados a actuar ¿qué mejor que convertirlo en néctar para nuestra evolución personal?




    En el camino de la búsqueda el desapego hacia los resultados no es significado de que no nos importen o no deseemos que sean favorables, sino que aun sabiendo que hemos hecho todo lo que estaba en nuestro alcance, no disponemos del absoluto control sobre los mismos. Por ello, la acción desinteresada es un noble ejercitamiento de la falta de personalismo en la ejecución de las acciones, y el recibimiento en ausencia de ego como anfitrión de los resultados.